El amor de mi vida
Erich Segal
Cuando el amor
es la música
de la vida...
solamente el amor
es capaz de hacer
cantar al corazón.
Prólogo
Tengo que confesarles algo terrible... Cuando supe que Silvia estaba muriendo, no me sentí demasiado triste. Es Posible que esto pueda sonar un poco cruel, especialmente por venir de un médico. Pero es que no puedo pensar en ella sólo como una paciente más. En realidad, cuando tuve noticias de que iba a venir a verme después de todo este tiempo, casi imaginé que iba a tratarse de un acto de reconciliación.
Me pregunto qué ideas cruzarán por su mente. ¿Acaso considera este inminente encuentro nada más como una tentativa desesperada por salvar su vida? O tal vez, antes de que caiga sobre ella la oscuridad definitiva, ¿anhela verme una vez más tanto como yo ansío verla?
¿Y su esposo? Aun en el remoto caso de que no le hubiera contado nada acerca de nuestra relación hace años, sin duda tendría que hacerlo ahora.
Pero sin importar cuáles sean los sentimientos que él guarde, no podría impedir que nos reuniéramos. Después de todo, es un hombre acostumbrado a tener lo mejor de lo mejor, y creo que en este campo soy el número uno.
Ella es dos años más joven que yo, tiene apenas cuarenta y tres. Y, a juzgar por las fotografías de los artículos más recientes en los diarios, todavía es muy hermosa. Se ve radiante, demasiado llena de vida para estar gravemente enferma. Para mí, ella siempre ha representado la quintaesencia de la fuerza vital.
La actitud de Rinaldi es cortés y formal en nuestra primera conversación telefónica. Al hablar de su esposa, su tono de voz no deja translucir ningún sentimiento. Por el contrario, da por sentado que me pondré de inmediato a su disposición.
-La señora Rinaldi tiene un tumor cerebral. ¿Podrá usted recibirla enseguida?
Sin embargo, detrás de toda esa arrogancia, percibo el reconocimiento implícito de que yo poseo un poder que él no tiene. A pesar de ser un consumado hombre de negocios, no tiene facultades para hacer pactos con el Ángel de la Muerte y vencerlo. Y eso se vuelve piara mí un motivo de satisfacción.
De repente, con un cambio de tono en la voz apenas perceptible, añade:
-Por favor.
Tenía que ayudarlos. A los dos.
El expediente médico y las radiografías llegaron a mi consultorio en menos de una hora, y rasgué el sobre pensando, de manera irracional, que tal vez habría algo adentro que me permitiera reconocer a Silvia.
Pero, por supuesto, sólo contenía varias imágenes de tecnología avanzada del cerebro de ella. Irónicamente, creí haber atisbado antes en su interior. Sin embargo, la mente no es un órgano. El cerebro no es donde reside el alma. Y entonces, el médico que hay dentro mí se enfureció. Incluso las primeras tomografías indicaban evidencia de neoplasia. ¿A qué tipo de gente había consultado? Hojeé con rapidez las notas, pero sólo encontré la habitual jerga antiséptica que usan los médicos. La paciente, una persona del sexo femenino, de entonces cuarenta y un años de edad, casada y blanca, acudió primero con un tal profesor Luca Vingiano quejándose de dolores de cabeza muy fuertes. Él atribuyó la causa a estrés emocional y prescribió tranquilizantes. Era irrebatible que había alguna tensión indeterminada en la vida de Silvia. Quizá, movido por un interés egoísta, supuse de inmediato que tenía que ver con su matrimonio, porque a Pesar de que ella aparecía con su esposo en todas las fotografías como una especie de figura conyugal decorativa, siempre se empeñaba en tener vida propia, muy al margen de la vida de él. En cambio, Nico era un personaje público. Su coloso transnacional, FAMA, además de ser el fabricante de automóviles más grande de Italia, abarcaba también la industria de la construcción, la siderurgia, los seguros y el campo editorial.
En varias ocasiones habían corrido rumores en la prensa que lo relacionaban con una que otra mujer talentoso más joven, pero las fotografías siempre fueron tomadas en fiestas de beneficencia, así que tal vez se trataba únicamente de especulaciones escabrosas. Sin importar cuál fuera la realidad, la insinuación era como un fósforo encendido para la yesca de mis emociones, y preferí atribuir la angustia diagnosticada por el profesor Vingiano al desamor de su esposo.
Me obligué a continuar leyendo el historial. Silvia había languidecido durante un tiempo desmesuradamente prolongado antes de que Vingiano la tomara en serio y la enviara con un neurólogo en Londres, cuyo nombre estaba precedido de un título nobiliario y gozaba de prestigio internacional. Él descubrió el tumor, sin duda, pero declaró que ya era inoperable.
Eso me convirtió en el último recurso. Y me provocó una sensación desagradable. Era cierto que, en varias ocasiones, la técnica genética de la que yo era el precursor había logrado revertir el crecimiento tumoral al duplicar el ADN con el defecto corregido. Sin embargo, ahora, por primera vez, entendí a la perfección por qué los doctores no deben tratar a personas cercanas a ellos. De pronto perdí la fe en mi capacidad y dolorosamente cobré conciencia de mi propia falibilidad. No quería que Silvia fuera mi paciente.
No habían transcurrido siquiera quince minutos desde que me entregaron el sobre, cuando el teléfono sonó.
-Y bien, doctor Hiller, ¿qué opina?
-Lo siento. No he tenido tiempo para revisar todo el historial.
-¿Acaso un vistazo a las últimas tomografías no le indica todo lo que necesita saber?
Era indiscutible que él tenía razón.
-Señor Rinaldi, lamento decirle que concuerdo con su médico en Londres. Esta clase de tumor es incurable.
-Excepto por usted -objetó perentorio.
Creo que esperaba que lo dijera.
-¿Puede recibirla hoy?
Pensativo, miré mi libro de citas. ¿Por qué me molestaba en mirar cuando sabía que iba a acceder a sus exigencias?
-¿Qué le parece a las dos? -propuse. Debí haber adivinado que Nico iba a mejorar la propuesta.
-Nuestro departamento está a sólo unos minutos de su consultorio. Podemos llegar de inmediato.
-De acuerdo -me di por vencido. Terminemos de una vez.
Cinco minutos después, mi secretaria timbró para anunciar al señor Niccolo Rinaldi y a su esposa. El corazón empezó a latir desbocado. En segundos, la puerta de mi consultorio se abriría... y con ella un torrente de recuerdos.
Primero, lo vi a él: alto, imponente y de un gran temple. El cabello le empezaba a ralear en las sienes. Me saludó con un movimiento de cabeza y presentó a su esposa como si yo no la conociera.
Miré atentamente el rostro de Silvia. A primera vista, parecía no haber cambiado mucho con el tiempo. Los ojos despedían las mismas llamas negras, aunque eludieron verme de frente. No pude descifrar sus emociones; sin embargo, poco a poco, fui dándome cuenta de que había algo diferente.
Tal vez lo imaginé, pero me dio la impresión de que traslucía un cansancio y una tristeza indefinida que no se relacionaban con su enfermedad. Para mi forma de ver las cosas, era la manifestación de una existencia vivida en el extremo opuesto a la felicidad.
Di unos pasos hacia delante con torpeza, o al menos así pareció, y dije en voz baja:
-Me da gusto volver a verte.
Uno
Primavera de 1978
La cita era en París. A todos aquellos de nosotros que logramos sobrevivir al primer interrogatorio inquisitorial y al riguroso programa de capacitación subsecuente, se nos recompensaría con enviarnos a África a arriesgar nuestras propias vidas con la esperanza de salvar otras. Era mi primer viaje fuera de Estados Unidos.
Nuestro vuelo llegó al amanecer. Tres mil metros abajo, la ciudad empezaba a despertar, como una mujer sensual que se sacude la languidez del sueño en las primeras luces de la mañana.
Dos horas más tarde, después de pasar la revisión de mi equipaje en la terminal aérea, subí por los escalones a grandes saltos y salí de la estación del metro en el corazón de Saint-Germain-des-Prés, que palpitaba con la música concreta del intenso tránsito matutino. Consulté nervioso el reloj: sólo faltaban quince minutos Revisé el mapa de la ciudad y calculé el tiempo. Después, corrí como loco el resto del camino hasta las oficinas centrales de Médecine Internationale, una reliquia arquitectónica anquilosada, que se ubicaba en la Rue des Saints-Pères.
Llegué sudoroso, pero a tiempo.
-Tome asiento, doctor Hiller -indicó con grave tono de voz François Pelletier, el irascible gran inquisidor, que era el doble idéntico de Don Quijote, incluyendo la barba rala. La única diferencia era la camisa que vestía, abierta casi hasta el ombligo. Además del cigarrillo que colgaba de los dedos huesudos.
Como correspondía, a su lado se encontraba un sujeto calvo parecido a Sancho Panza, que garabateaba en forma compulsiva en una libreta, y una mujer de nacionalidad holandesa, entrada en carnes, de treinta y tantos años de edad.
Desde el momento en que la entrevista comenzó, quedó de manifiesto que François abrigaba cierto resentimiento contra los estadounidenses y los consideraba responsables colectivamente de todo, desde los desperdicios nucleares hasta el colesterol alto. Me bombardeó con preguntas hostiles hasta el último detalle de cada aspecto de mi vida. Al principio, respondí con cortesía, pero cuando me di cuenta de que no tenía para cuándo acabar, empecé a replicar con sarcasmo. Por ejemplo, ¿por qué no había quemado mi tarjeta de reclutamiento para el servicio militar obligatorio durante la Guerra de Vietnam? Contesté Preguntando si él había hecho eso con la suya cuando los franceses combatían en ese país antes que nosotros.
Cambió el tema enseguida.
-Dígame, doctor Hiller, ¿sabe usted. dónde está Etiopía? Los otros tres estadounidenses que entrevisté creían que se localizaba en Sudamérica.
-Entonces no debe ni siquiera tomarlos en cuenta.
-Imagine por un momento que se encuentra en un ruinoso hospital de campaña en medio de las tierras salvajes de África, a muchos kilómetros de distancia de todo lo que hasta ahora usted ha conocido como civilización. ¿Cómo conservaría la cordura?
-Con Bach -respondí sin parpadear.
-¿Cómo?
-Johann Sebastian o, para el caso, cualquiera de sus parientes.
-Ah, sí. Deduzco por su currículum que usted es todo un músico. Por desgracia, no hay pianos en nuestras clínicas.
-No hay problema. Soy capaz de tocar en la mente y entretenerme igual. Tengo un teclado de práctica que llevaré conmigo. No hace ningún ruido. Además, mantendré ágiles los dedos mientras la música conserva mi alma en forma.
Por primera vez esa mañana, me pareció haber producido un corto circuito en la corriente eléctrica de antagonismo.
-Vaya -reflexionó-. Todavía no pierde el control.
-Parece decepcionado.
François me envolvió con su mirada y luego preguntó:
-¿Qué piensa de la suciedad? ¿El hambre? ¿Qué tal las enfermedades atroces?
-Pasé un año en las peores condiciones, por lo que creo que puedo soportar cualquier horror imaginable.
-¿Lepra? ¿Viruela?
-Reconozco que no he visto ningún caso de esas enfermedades. ¿Está tratando de desanimarme?
-En cierta forma -admitió, al tiempo que me decía con un tono conspirador-, porque si va a perder la cabeza, es mucho mejor que ocurra aquí que en medio de África.
De pronto, la holandesa decidió intervenir.
-Dígame, ¿por qué quiere ir al Tercer Mundo cuando podría hacer visitas domiciliarias en Park Avenue?
-¿Qué le parece porque deseo ayudar a la gente?
-Bastante predecible -Sancho comentó mientras anotaba mi comentario-. ¿No se le ocurre algo más original?
Empezaba a perder la paciencia... y los estribos.
-Francamente, chicos, les digo que me desilusionan. Pensé que Médecine Internationale estaba repleta de doctores altruistas, no de cínicos fastidiosos.
Los tres interrogadores entrecruzaron miradas y François me preguntó con brusquedad:
-Y bien, ¿qué me dice del sexo?
-Aquí no, François. No delante de todo el mundo -repliqué. En ese momento, ya me importaba un pepino lo que pensaran.
Sus subalternos rieron a mandíbula batiente, y yo también.
-Eso contesta mi pregunta más importante, Matthew. Tiene sentido del humor -alargó la mano-. Bienvenido a bordo.
El curso de orientación de tres semanas empezó dos días después. Mientras tanto, me propuse admirar las glorias de París.
Me registré en un hotel de mala muerte en la margen izquierda del río, que habían reservado para los candidatos, y a mi juicio se adecuaba a su categoría. Estoy seguro de que se trataba de uno de esos hoteluchos en los que cada habitación era un cuchitril y todos los resortes de las camas, sin excepción, rechinaban. Tal vez François lo había elegido deliberadamente a fin de endurecernos para las fatigas del viaje.
Mi hermano, Chaz, me había dicho que era imposible comer mal en París. Y tenía toda la razón. Comí en un lugar llamado Le Petit Zinc, en el que uno se daba el lujo de seleccionar sus alimentos entre toda clase de crustáceos exóticos exhibidos en la parte de abajo, que después servían en los pisos superiores.
Los dos días siguientes fueron una revelación para mí. Tratar de ver los tesoros artísticos de París en un lapso tan corto es como tragar un elefante completo de un solo bocado; sin embargo hice mi mejor esfuerzo. Desde que despuntaba el Sol hasta mucho después del anochecer, absorbí la ciudad por todos los poros.
Después de que me echaban del Louvre y cerraban sus puertas, comía algo rápido en un restaurante pequeño, de los que llaman bistros. Deambulaba por el Boulevard Saint-Michel hasta que el agotamiento no me permitiera ir sino a reunirme con las cucarachas de mi cuarto.
No bien me senté, el cansancio del viaje, que venía arrastrando desde mi llegada, me venció de golpe. Apenas tuve tiempo para quitarme los zapatos, me acosté de espaldas en la cama y caí en un coma posparisiense.
POR SUPUESTO, recuerdo la fecha exacta: lunes, 3 de abril de 1978. Sin embargo, esa mañana comenzó como cualquiera otra. Me afeité y luego tomé una ducha, elegí la camisa más fresca que tenía: azul, con cuello abotonado a la camisa y manga corta, me dirigí después a la Rue des Saints-Péres y a la Operación Etiopía, día uno. Entonces ya había recuperado la confianza en mí mismo y afinado mis ideales. Estaba preparado para cualquier cosa...
Excepto para una: la emboscada emocional que me aguardaba.
La mayor parte de mis colegas ya había llegado y conversaba, mientras tomaba café en tazas desechables. Entre bocanadas de humo de su cigarrillo, François me presentó a cuatro candidatos franceses, entre ellos, una mujer muy atractiva, y a dos holandeses, uno llevaba puesto un sombrero de vaquero.
Y a Silvia.
Contuve la respiración. Ella era, en verdad, un poema sin palabras. Exquisita.
Vestía pantalones vaqueros, una camiseta gruesa de manga larga y no estaba maquillada. El largo cabello negro estaba recogido en una cola de caballo, pero eso no engañaba a nadie.
-No juzgues a Silvia por su apariencia, Matthew. Ella es una doctora tan acertada en sus diagnósticos que la seleccioné a pesar de que su abuelo era nazi y de que su padre provoca cáncer en los pulmones.
-¡Hola! -me las arreglé para decir, aunque todavía me faltaba el aire-. Entiendo los pecados del abuelo, pero, ¿qué convierte a su padre en carcinógeno?
-Es sencillo -sonrió François-. Se apellida Dalessandro.
-¿Se refiere al presidente de FAMA, la compañía fabricante de automóviles?
-El mismo. Archicontaminante de autopistas y caminos, por no mencionar los desperdicios químicos que produce.
La miré y pregunté:
-Acaso, ¿me está tomando el pelo otra vez?
-No, soy culpable de lo que me acusa -admitió ella-. Sin embargo, hay que hacer notar que lo que el moderno profeta olvidó mencionar es que el delincuente ecológico que es mi padre combatió con el ejército estadounidense durante la guerra. ¿De dónde eres, Matthew?
-Por coincidencia, de otra capital de la industria automotriz: Dearborn, Michigan. Sólo que no me apellido Ford.
-Qué suerte tienes. Provenir de una familia muy conocida, y en un caso célebre, en ocasiones es un lastre.
François me señaló y le confió con aire malicioso:
-A propósito, Silvia, presta atención a este sujeto. Trata de pasar por un simple patán, pero es un apasionado pianista y habla italiano.
-¿En verdad? -me miró, en cierto modo impresionada.
-Sí, aunque ni por asomo con la soltura con la que tú hablas inglés, pero es absolutamente necesario conocer el idioma cuando uno estudia música.
- ¡Ah!, un amante dell'opera -musitó en un tono de agrado y reconocimiento.
-¿Tú también?
-Como una loca. Pero cuando se nace en Milán, una se cría siendo fanática de dos cosas: el fútbol y la ópera.
En ese momento, François gritó:
-¡Atención, todos, siéntense y guarden silencio! -súbitamente las bromas cesaron y tomamos asiento-. Permítanme que les haga una predicción -François prosiguió con el discurso-: aquellos a quienes todavía no les desagrado me odiarán con toda el alma cuando termine la primera semana de campaña. Va a hacer calor, habrá muchas tensiones y peligros. Las condiciones que van a encontrar no se parecen en nada a lo que hayan conocido. Antes de esta guerra civil, Etiopía ya era uno de los países más pobres del mundo. La gente vive en un estado perpetuo de inanición, exacerbada por los interminables años de sequía. Es una verdadera pesadilla -respiró y luego dijo-: sobra decirlo, comenzaremos con la peste.
El proyecto número sesenta y dos de Médecine Internationale se había puesto en marcha.
SILVIA NUNCA ESTABA sola. Era como el Flautista de Hamelin, siempre rodeada por un enjambre de admiradores de ambos sexos que la seguía a todas partes. Pero pronto me di cuenta de que estaba mucho más acompañada de lo que yo creía, en un sentido más bien siniestro. Ese primer viernes, llegué temprano por casualidad Mientras miraba distraídamente por la ventana, Silvia entró en el edificio y observé que, además del habitual grupo de admiradores había un sujeto enorme y fornido, de mediana edad, que la seguía a menos de cien metros de distancia. Tuve la sensación estremecedora de que la acechaba.
Durante nuestra media hora para almorzar, convengo que no muy a la francesa, todos nos reunimos a comer baguettes rellenas. Silvia fue a la esquina a comprar un diario. Y cuando estábamos a punto de reanudar el curso, la vi regresar. A cierta distancia, en la calle, reconocí al hombre que no le quitaba la vista de encima.
Al final de la sesión vespertina, cuando un grupo de nosotros volvía al “Hilton de las Termitas”, como habíamos apodado al hotel, tuve la audacia de preguntarle a Silvia si quería acompañarme a tomar una copa para hablarle brevemente de un asunto privado. Ella aceptó con amabilidad y nos detuvimos en bístro á vin un pequeño lugar donde vendían vino, a dos puertas de distancia.
-Bueno -dijo ella sonriente, mientras me abría paso para entrar al angosto gabinete, llevando una copa de vino blanco en cada mano-, ¿qué ocurre?
-Silvia, no es mi intención inquietarte -titubeé-, pero creo que alguien te sigue.
-Ya lo sé -me contestó sin inmutarse en lo más mínimo-. Siempre hay alguien que me sigue. A mi padre le preocupa que algo me suceda.
-¿Quieres decir que el tipo es tu guardaespaldas?
-Puede decirse que sí. Aunque prefiero pensar en Nino como una especie de “ángel de la guarda”. De todos modos, mi padre no es paranoico, aunque lamento decir que existen razones justificadas... -la voz se apagó.
De pronto recordé haber leído acerca del secuestro y asesinato de su madre hacía muchos años. Había sido una noticia mundial.
-Oye -murmuré con tono de disculpa-. Siento mucho haber preguntado. Regresemos con el grupo.
-¿Qué prisa tienes? Vamos a terminar nuestro vino y charlemos un rato. ¿Ves los partidos de basquetbol de la NBA?
-No los sigo con mucha atención. ¿Por qué presuntas?
-Bueno, FAMA tiene un equipo profesional en la liga Europea. Por tal motivo, cada año reclutamos jugadores que dan de baja de la NBA. Esperaba que supieras de alguno de los Pistones de Detroit que hubiera bajado un poco el ritmo, pero que todavía fuera capaz de jugar algunas temporadas en las ligas menores. Hay algo que voy a extrañar en África. Siempre que los muchachos jugaban en Inglaterra, mi padre tomaba un vuelo a ese país y me llevaba a ver los partidos.
-¿Qué hacías en Inglaterra entre los juegos?
-Estudié casi diez años ahí después de que mi madre murió. Incluso hice mi carrera de medicina en Cambridge.
-Eso explica tu acento elegante. ¿En qué vas a especializarte?
-Aún no lo decido, pero probablemente será en algo relacionado con la cirugía pediátrica. ¿Y tú?
-Bueno, al principio también me sentí atraído por lo scalpello. Pero creo que el escalpelo se volverá obsoleto en unos cuantos años y todo se hará por medio de técnicas genéticas. En ese campo es donde me gustaría trabajar a la larga. Así es que, después de África, es probable que estudie un doctorado en algo como biología molecular. De todos modos, espero con impaciencia iniciar esta aventura, ¿tú no?
-Bueno, aquí entre nosotros, a veces me pregunto si seré capaz de resistir.
-No te preocupes. François no te habría elegido si pensara que no puedes enfrentar situaciones difíciles.
Y por primera vez percibí que, debajo de esa fachada impecable, había ciertas luciérnagas de duda que destellaban de vez en cuando. Fue agradable descubrir que era humana.
Mientras salíamos, observé a Nino apoyado en un parquímetro, “leyendo” un periódico.
-A propósito, Silvia, ¿nos va a acompañar también a Etiopía?
-No, gracias a Dios. Ciertamente, estar sola en verdad va a ser una experiencia nueva para mí.
-Bueno, por si significa algo, puedes decirle a tu padre que yo estaré a tu lado para protegerte.
Creo que ella agradeció mis palabras. Su sonrisa destruyó todas mis reacciones inmunes a enamorarme perdidamente de ella.
HACIA EL FINAL de la segunda semana de nuestro curso, se presentó un espectáculo único en la ópera. Una soprano legendaria iba a representar el papel de Violetta en La Traviata por última vez. Fingí estar enfermo y salí temprano del seminario para formarme en la fila y tratar de conseguir boleto, aunque fuera de pie.
Sobra decir que no era el único en París que deseaba asistir a la interpretación. Parecía haber suficientes personas delante de mí como para ocupar cada una de las más de dos mil butacas del teatro. Alrededor de las seis y media, cuando la fila había avanzado apenas veinte lugares y las cosas se veían cada vez más sombrías, oí una voz femenina que llamaba:
-Matthew, pensé que no te sentías bien.
¡Atrapado con las manos en la masa! Me volví para ver de quién se trataba: era ni más ni menos que la Signorina Perfecta. Se había soltado su peinado de todos los días y los rizos caían como cascada sobre los hombros. Llevaba puesto un vestido negro sencillo, que dejaba al descubierto una parte considerablemente mayor de las piernas que sus acostumbrados pantalones vaqueros. Se veía despampanante.
-Estoy bien -expliqué-, la verdad es que no podía perderme esta ópera. Aunque parece que no lograré entrar.
-Bueno, pues entonces acompáñame. La empresa de mi padre tiene un palco aquí.
-Lo cierto es que me encantaría. Pero, ¿no crees que mi atuendo es excesivamente elegante? -respondí, al tiempo que indicaba mi vieja camisa de mahón y los pantalones de pana.
-Sólo yo te veré. Anda, vamos -me tomó de la mano y me condujo por la imponente escalinata de mármol. Como temía, era el único hombre que no llevaba esmoquin o frac. Pero entonces me consolé, yo era invisible. Es decir, ¿quién iba a fijarse en mí cuando tenía a mi lado la Venus de Milán?
Un individuo uniformado nos guió por un corredor silencioso hasta una hermosa puerta de madera que daba a un palco recubierto de terciopelo carmesí. El palco dominaba una amplia zona de plebeyos refinados y el elevado arco del proscenio. En el centro se encontraba la legendaria araña de cristal del Teatro de la Ópera, suspendida del techo pintado por Marc Chagall y circundada por un anillo de oro.
Me sentí verdaderamente en la gloria cuando la orquesta empezó a afinar debajo de nosotros. Nos sentamos en los dos asientos delanteros, donde nos esperaba media botella de champaña bien fría. Apelando a mis años de experiencia como camarero, serví una copa para cada quien sin derramar una gota.
-A la salud de mi anfitriona -brindé-. Fabbrica Milanese Automobili -agregué- y de quienes son los más cercanos y queridos para la administración.
Ella rió agradecida.
Cuando las luces empezaban a apagarse, Nino, que parecía un oso, vestido también de etiqueta, entró y se sentó discretamente atrás de nosotros.
-¿Conoces bien La Traviata? -preguntó Silvia.
-Mezzo mezzo, más o menos -repuse-. Escribí un ensayo sobre la obra en la universidad. Y ayer, después de la clase, pasé casi una hora tocando varios fragmentos.
- ¡Oh!, ¿dónde encontraste un piano?
-Sólo pretendí ser un cliente de La Voix de Son Maître, tomé la partitura del anaquel y empecé a tocar unas notas en uno de los pianos Steinway. Por fortuna, no me echaron a la calle.
-Me hubiera encantado estar ahí.
-Podemos ir mañana, si en verdad quieres. El gerente me extendió una invitación abierta.
-Me encantaría ir, Matthew -alzó la copa como si me lo agradeciera por anticipado. Su sonrisa resplandeció aún en el teatro a oscuras.
El coro inicial, “Libiamo ne' lieti calici”, que quiere decir “Bebamos felices en copas”, reflejaba acertadamente mi estado de ánimo. Y a pesar de estar embriagado por la mágica presencia escénica de la soprano, con frecuencia miraba a Silvia a hurtadillas.
Media hora después, la heroína, Violetta, de pie ella sola sobre el escenario, cantaba: “Quizá él sea el elegido”, reconociendo que a pesar de sus múltiples aventuras amorosas, ahora en su relación con Alfredo, era la primera vez en su vida que se enamoraba genuinamente. Cuando bajaron el telón al concluir el Acto 1, en medio de una lluvia de calurosos aplausos, otro empleado llegó con bocadillos. Puesto que era el invitado, me sentí obligado a hacer algún comentario inteligente.
-¿Te diste cuenta de que en todo el primer acto no hubo siquiera una sola interrupción en la música, tampoco un recitativo, ni aun una verdadera aria hasta “Quizá él es el elegido”?
-No lo noté.
-Ése es todo el chiste. Verdi era endiabladamente listo.
-Y, por lo visto, también mi acompañante de esta noche.
El teatro volvió a quedar a oscuras y la tragedia empezó a revelarse. Resonó un estruendoso acorde de metales cuando Violetta comprendió que estaba desahuciada sin esperanza: “¡Oh, Señor!, morir tan joven”. Y, por último, la intérprete se desvaneció, sólo para revivir el tiempo suficiente para cantar un increíble si bemol y morir inmediatamente después por el esfuerzo.
El público estaba tan extasiado que casi tenía miedo de romper el encanto. Entonces, mientras el murmullo de aplausos entraba en crescendo hasta formar una verdadera oleada de fervor y admiración, sentí de repente que la mano de Silvia se posaba en la mía. Me volví a mirarla. Estaba llorando.
-Lo siento, Matthew. Sé que soy muy tonta.
Coloqué la otra mano sobre la de ella. Silvia no se movió y permanecimos así hasta que cayó el telón final.
CUANDO SALIMOS del teatro, Silvia me tomó del brazo y entonces me propuso:
-¿Quieres que caminemos un rato?
Hizo un ademán sutil a su guardián y emprendimos un paseo nocturno por las calles de París, mientras Nino nos seguía con discreción en un Peugeot a tres kilómetros por hora. Al pasar por los diversos restaurantes al aire libre abarrotados por los asiduos al teatro y cuyas luces resplandecían intensamente, hablamos sobre la maestría de la soprano.
-¿Sabes?, no sólo es su voz -observó Silvia-. Es la forma en que le infunde vida al personaje.
- Sí, a pesar de su edad, da la apariencia de ser una joven frágil. ¿La Traviata siempre te hace llorar así?
Ella asintió.
-Creo que los italianos somos sentimentales.
-También los estadounidenses. Pero he descubierto que asocio la tristeza que observo en el escenario con ciertos acontecimientos de mi vida. Es una especie de pretexto socialmente aceptable para recordar viejos pesares.
La mirada de Silvia me dijo que entendía a la perfección.
-¿Supiste lo que le ocurrió a mi madre?
-Sí.
-Sabes, esta noche, en el escenario, cuando el doctor anunció que Violetta había muerto, no pude evitar la evocación del instante en que mi padre me dijo las mismas palabras. Ahora comprenderás que no necesito un pretexto artístico para llorar. Todavía la extraño mucho.
-¿Cómo ha sobrellevado tu padre el dolor todo este tiempo?
-En realidad, no ha logrado superarlo. Me refiero a que ya casi pasaron quince años y todavía no se repone. De vez en cuando conversamos sobre lo que sucedió, pero la mayor parte del tiempo se encuentra inmerso en su trabajo. Sólo permanece encerrado en su oficina, lejos de la gente.
-¿También de ti?
-Creo que en especial de mí.
Me pregunté si el tema no sería demasiado difícil para ella. Sin embargo, continuó hablando de buena gana.
-Yo era tan sólo una niña, así que apenas podía apreciar lo que ella era: la primera mujer editora de La Mattina comprometida con la transformación social y muy valiente. Hay mucho a lo que tengo que hacer honor.
-Lo siento. Tal vez no debí haber mencionado el tema.
-No importa. Hay una parte dentro de mí que todavía necesita hablar de eso, hablar de ella. Y la oportunidad de estar con un amigo nuevo es un buen camuflaje.
-Eso espero -dije en voz baja-. Me refiero a que espero que seamos amigos.
Ella reaccionó con timidez por un instante y luego contestó:
-Ya lo somos -de pronto, observó su reloj y preguntó sorprendida-: ¿sabes que hora es? Todavía tengo que leer dos artículos para la clase de mañana.
Afuera del hotel, ella se volvió a verme.
-Noté cuánto te conmovió también la ópera. ¿Tendría razón en pensar que ... ?
Interrumpí su perspicacia.
-Sí. Fue mi padre. Ya te contaré en alguna ocasión.
Después la besé fugazmente en las mejillas y me retiré a la intimidad de mis propios sueños.
AMABA A MI PADRE, pero me sentía avergonzado de él. Hasta donde puedo recordar, vivía en un constante vaivén emocional: eufórico de felicidad o abrumado por ella.
En otras palabras, se caía de borracho o daba pena verlo cuando estaba sobrio.
Sin embargo, y por desgracia, en cualquiera de los dos estados era igualmente inaccesible para sus hijos. Yo no podía soportar estar en su compañía. No existe nada que infunda más terror a un niño que tener un padre fuera de control. Y Henry Hiller era eso hasta el extremo: parecía lanzarse en caída libre, sin un paracaídas, para evadir sus responsabilidades.
Era profesor adjunto de literatura en el Cutler Junior College en Dearborn. Creo que su principal meta en la vida era su propia destrucción y, al parecer, tenía mucho talento para alcanzarla. Incluso permitió que en su departamento se enteraran de sus problemas de alcoholismo a sólo unos cuantos meses de su nombramiento como titular del puesto.
El modo en que mi madre y él explicaron este giro en su carrera a Chaz, mi hermano menor, y a mí fue que mi padre quería dedicar todo su tiempo a escribir. Como él lo planteó: “Muchas personas sólo sueñan con producir ese libro grandioso que está en todos nosotros. Pero se requiere verdadero valor para atreverse a hacerlo sin contar con la red de seguridad de un empleo”.
Mi madre, por otro lado, nos convocó a una reunión familiar para anunciar que ella se haría cargo de todas las labores de la casa y se convertiría en el único sostén de la familia. Puesto que su esposo “trabajaba” hasta muy tarde todas las noches, ella tenía que levantarse temprano, preparar el desayuno y el almuerzo escolar, llevarnos a la escuela y después ir a trabajar al hospital, en el que antes había sido la jefa de enfermeras de quirófano.
Traté de crecer tan pronto como fuera posible para asumir la responsabilidad que me tocaba. Cuando tenía diez años, me hice cargo de preparar la cena: “Felicitaciones al chef “, dijo mi padre alegremente después de mi primer esfuerzo. Sentí escalofríos.
Siempre que mi padre se encontraba “de buen humor” a la hora de cenar, nos interrogaba con calma a Chaz y a mí acerca de nuestros trabajos escolares. Eso nos ponía muy nerviosos, de modo que se me ocurrió la idea de darle vuelta a las cosas y animarlo a hablar de lo que había escrito ese día. Ya que, aun cuando todavía no lo hubiera consignado efectivamente por escrito, tendría que haber reflexionado sobre su tema, el concepto del héroe, y mencionar algunas ideas que valiera la pena oír.
Años después en la universidad, obtuve la mejor nota por un ensayo que comparaba a Aquiles con el rey Lear, que era prácticamente una copia al carbón de una de sus conferencias nocturnas más estimulantes. Me complace haber tenido siquiera un atisbo de aquel maestro inspirador que debe de haber sido en alguna época.
En la casa, la cena era breve por lo general: ¿cuánto tiempo tarda uno en comer macarrones con queso? Mi padre acostumbraba esfumarse en el aire con el último bocado, dejándonos a Chaz y a mí a levantar los platos. Después, me sentaba con mi hermano a la mesa y le ayudaba con las matemáticas.
Chaz tenía problemas en la escuela, porque tenía fama de ser muy revoltoso y distraído. Su maestro, el señor Porter, ya había enviado una carta a casa, que mi padre interceptó.
-¿De qué se trata esto, Chaz?
-Nada, nada. Al tipo sólo le gusta molestarme, eso es todo.
-¡Ah! -comentó papá-. Eso pensé. Debe de ser un ignorante altanero. Bueno, tendré que ir a verlo y ponerlo en su lugar.
Con desesperación traté de disuadirle.
-No, papá, no puedes hacer eso.
-¿Qué dijiste, Matthew? -se dirigió a mí con la ceja levantada-. Todavía soy el jefe de esta familia. En verdad, creo que iré a ver al señor Porter mañana.
Yo estaba muy preocupado y en la noche se lo comenté a mamá cuando llegó del hospital.
-¡Oh, Dios mío! -repuso agobiada, al borde de la desesperación-. No podemos permitir que lo haga.
-¿Cómo vamos a evitarlo?
Ella no contestó, pero más tarde, esa noche, cuando yo estaba en mi cuarto estudiando, entró Chaz en piyama y me hizo un ademán para que guardara silencio y lo acompañara al rellano. Nos quedamos de pie en la oscuridad, como dos náufragos en una balsa, mientras escuchábamos a nuestros padres discutir acremente en el piso de abajo. En la soledad que inundaba cada rincón de nuestra casa, apenas pude distinguir el contorno del rostro de mi pequeño hermano, que alzó la mirada hacia mí en busca de consuelo. No fui capaz de decir nada.
Dos
Silvia y yo estábamos bostezando al día siguiente. Creí descubrirla lanzándome una sonrisa a hurtadillas, pero tal vez era sólo lo que yo quería ver. Estaba impaciente por hablar con ella.
Nuestro conferencista invitado, que iba a exponer el tema del tifus, era el profesor Jean-Michel Gottlieb del famoso hospital La Salpêtrière y se especializaba en “enfermedades antiguas”, aquellas que la mayor parte de la gente cree erradicadas desde hace mucho tiempo, como la viruela o la peste. O la lepra, que todavía ataca a millones de víctimas en África y en India.
En caso de que hubiera abrigado alguna duda respecto a incorporarme a Médecine Internationale, Gottlieb constituyó una reafirmación elocuente. Me consideraba un verdadero médico, pero jamás en mi vida había tratado un caso de viruela. Tampoco había visto un caso de poliomielitis infantil, con excepción del bebé de una pareja de inmigrantes ilegales de Guatemala. Aun los pacientes más pobres que había visto en Estados Unidos y que recibían la ayuda de la seguridad social, estaban vacunados.
Exactamente a las cinco de la tarde, el profesor Gottlieb concluyó su presentación y nos deseó buena suerte a todos.
Mientras ordenaba las caóticas notas que había tomado durante todo el día, Silvia se aproximó, colocó distraídamente el brazo sobre mi hombro, y preguntó:
-¿Quieres tocar para mí esta noche? Te prometo que más tarde estudiaremos.
-Con una condición -advertí-. Que te lleve a cenar.
-Ésa no es una condición, es un placer. ¿Dónde nos vemos?
-En la recepción del hotel a las siete en punto.
-De acuerdo. ¿Cómo debo ir vestida?
-Muy elegante -repliqué-. Nos vemos.
Se volvió; de espaldas a mí agitó la mano, a la manera que ella acostumbraba para decir ciao y se confundió entre el enjambre de admiradores que la aguardaba para el desfile hacia el hotel.
Esa noche, al encontrarnos, no estaba seguro de que hubiera cambiado su atuendo. Pero al observarla con mayor atención, noté que los pantalones vaqueros eran negros en lugar de azules; su camiseta gruesa de manga larga no ostentaba el logotipo de ninguna compañía y le quedaba un poco más ajustada. Para su forma de ser, iba enjoyada: llevaba puesto un sencillo collar de perlas.
Mi elegancia se reducía a un suéter celeste que había comprado esa tarde en Galleries Lafayette.
Al salir, ella comentó en tono despreocupado:
-Reservé el Hotel Lutétia.
-Lo siento -dije, reafirmando mi independencia-. Yo reservé en Le Petit Zinc. Te dije que yo iba a...
-No hay ningún inconveniente, Matthew. El hotel es sólo para tu concierto.
¿Cómo? ¿El lugar más elegante de todo el barrio parisino? No sabía si sentirme halagado o molesto, pero la tomé de la mano mientras caminábamos por el Boulevard Raspail. Al llegar al suntuoso vestíbulo del hotel, empecé a experimentar una sensación de verdadera incomodidad. Además, me sentí total y absolutamente intimidado cuando entramos en el enorme salón de baile vacío, al otro extremo del cual había un piano de cola abierto.
-¿Alquilaste también al público? -pregunté, aunque no bromeaba del todo.
-No seas tonto. Y tampoco “alquilé” este lugar. Sólo llamé por teléfono y le pedí permiso al gerente para usarlo. En el instante en que oyó quién eras, accedió de inmediato.
-¿Y quién soy?
-Un pianista apasionado de Médecine Internationale a punto de irse al extranjero, donde estará a miles de kilómetros de distancia del piano más próximo. Le impresionó tu dedicación.
Mi humor pasó del modo menor al mayor. Y me sentí genuinamente honrado. De pronto, me invadió el deseo irresistible de tocar ese piano. En una mesa cercana había una bandeja con una botella de vino blanco y dos copas.
-¿Fuiste tú? -pregunté a Silvia.
Ella negó con la cabeza y observó.
-Dejaron una tarjeta.
Abrí el sobre y leí:
Estimados doctores:
Disfruten de su velada musical y sepan que hay gente en todas partes que admira la “armonía” que llevan a los más necesitados del mundo. Bon voyage á vous deux.
Louis Bergeron,
gerente
Ante mi público que se conformaba de una sola persona, sentada cómodamente en una silla cercana, empecé con el Preludio número 21 en si bemol de Bach, una pieza engañosamente sencilla. En cuanto puse las manos sobre el teclado, sentí una especie de escalofrío. Salvo algunos instantes, no había tocado un piano en casi tres semanas y me invadió un anhelo sensual de reunirme con el instrumento. No había comprendido hasta qué grado formaba parte de mi propio ser.
No tenía previsto ningún programa. Sólo dejé que mi alma guiara las manos, y en ese momento tuvieron ganas de explorar la Sonata en do menor de Mozart. Me sentí allegro molto, estaba tan hechizado con la música, que olvidé que Silvia estaba ahí.
Sin saber cuánto tiempo había transcurrido, poco a poco empecé a cobrar conciencia de lo que me rodeaba. Toqué unas cuantas notas finales y dejé caer la cabeza, emocionalmente exhausto.
Silvia no pronunció una palabra, sino que se acercó, colocó una mano a cada lado de mi rostro y me besó en la frente.
Unos minutos después, nos encaminamos hacia el restaurante. El Boulevard Saint-Michel ya estaba oscuro, y el sonido de la risa, la música más humana, llegaba hasta las calles desde los cafés bistros. Silvia aún no había hecho ni el más leve comentario.
En Le Petit Zinc hicimos la elección de lo que íbamos a comer entre la amplia variedad de mariscos, después subimos al piso siguiente, donde pedimos al camarero que nos abriera una botella de vino. Silvia tomó la copa, pero no bebió. Parecía absorta en sus pensamientos. Por fin, empezó a decir con torpeza:
-Matthew, no sé muy bien cómo decir esto, pero provengo de un mundo en el que es posible comprar todo -hizo una pausa y después, inclinándose sobre la mesa, dijo con vehemencia-: Excepto lo que acabas de hacer.
No acerté a responder.
-Tocas como los ángeles. Podrías ser un profesional.
Me encogí de hombros.
-Tal vez sí, tal vez no. Sin embargo, el problema es que no puedes tocar a Bach ante un niño que padece tuberculosis, sino hasta que lo cures. Quiero decir que por eso vamos a ir a Etiopía, ¿no es verdad?
-Por supuesto -repuso ella-. Es sólo que pensé... es decir, pareces tener mucho más futuro.
De pronto, me dio la impresión de que ella experimentaba sentimientos encontrados respecto a tomar este paso trascendental en su vida. Tal vez era comprensible, puesto que iba a ir a uno de los pocos lugares en el mundo en los que FAMA y sus productos se desconocían por completo.
ERAN LAS ONCE de la noche cuando nos sentamos a una mesa en el Café de Flore. Pedimos que nos sirvieran café y empezamos a estudiar las enfermedades que se tratarían el día siguiente.
Nos tardamos casi dos horas en revisar el complejo material, que incluía muchas estadísticas. Por fin, Silvia dijo que estábamos preparados.
-¿Tomamos una taza de café descafeinado y una copa antes de regresar al hotel?
-¿Por qué no? En especial puesto que ésta es tu ronda.
Había sido una larga velada, emocionante, pero agotadora. Salimos del café y empezamos a caminar lentamente de regreso al hotel.
-¿Cómo fue que te iniciaste en esto? -preguntó ella-. Me refiero a tocar el piano.
-¿Quieres oír la versión corta o la larga?
-No tengo prisa.
CUANDO ERA NIÑO, alimentaba la fantasía de que un día mi padre llegaría a las competencias de campo escolares y vencería a todos los demás padres en la carrera de velocidad de cien metros. Sobra decir que eso jamás ocurrió, porque él siempre estaba en “malas condiciones” el día de las competencias.
A veces llegaba tambaleándose y hacía acto de presencia, pero enseguida se sentaba apoyado en la pared y bebía de su botella a escondidas. De modo que nunca lo vi físicamente activo hasta aquella mañana en el patio de la escuela cuando, por el rabillo del ojo, lo divisé en la reja. Parecía encaminarse hacia el señor Porter, el maestro de matemáticas de mi hermano. Intenté concentrarme en jugar a media cancha de basquetbol, cuando de repente oí gritar a Tommy Steadman:
-¡Oye, Hiller, tu papá es fantástico!
Sentí una emoción súbita e irracional. Por desgracia, mi euforia se evaporó de inmediato, pues lo que Tommy había admirado tanto fue que mi padre le haya lanzado un puñetazo al señor Porter, que lo hizo perder el equilibrio y lo derribó al suelo.
Cuando llegué corriendo, la víctima ya se había puesto de pie y apuntaba con el dedo amenazador contra mi padre.
-¡Borracho insensato! -gritó mientras se retiraba al edificio de la escuela.
Mi padre se quedó de pie, sin aliento, esbozando una de sus sonrisas triunfalistas. Advirtió mi presencia y gritó:
-¡Hola, Matthew! ¿Viste cuando tumbé al malvado gigante?
Me sentí muy humillado.
-Papá, ¿por qué lo hiciste? Solamente lograrás empeorar las cosas para Chaz.
Él se enfureció.
-No podía permitir que ese cavernícola acosara a tu hermano. Me parece que deberías estar orgulloso de mí. Vamos, los llevaré a comer a algún lugar.
-No, papá -repuse en voz baja-. Aún nos faltan cuatro clases. ¿Por qué no te vas a casa?
Presentí que no se iría, a menos que yo tomara la iniciativa, así que lo sujeté del brazo y caminé con él hacia la reja. Cuando llegamos a la salida, di vuelta y vi que mis compañeros de clase nos observaban, en medio de un aplastante silencio.
Empecé a recorrer el largo, largo camino hacia mis compañeros, con la mirada clavada en el suelo.
-¿Te encuentras bien, Matthew? -alcé los ojos y me sorprendió el señor Porter quien preguntaba. Y no parecía estar enojado conmigo.
-Sí, señor. Estoy bien.
-¿Se comporta de esa manera con frecuencia?
No supe qué responder. ¿Acaso debería aumentar mi vergüenza admitiendo que mi padre era un borracho consumido? ¿O tratar de rescatar al menos una pizca de dignidad?
-De vez en cuando -respondí con vaguedad y volví despacio con Tommy Steadman.
-Oigan, ¿vamos a jugar a la pelota?
-Sí, claro, Hiller. Por supuesto.
De manera irónica, lo que más me ofendió de todo ese incidente, dañino por múltiples razones, fue que mis amigos se portaran tan amables. Horrible, dolorosa y compasivamente amables.
Por fortuna, mi padre no volvió a protagonizar más incursiones quijotescas en el mundo real. Desde entonces se quedó en casa, “trabajando en su libro” y clamando contra la injusticia universal.
En ese momento, yo mismo no estaba muy emocionado con el papel que el destino me había asignado desempeñar. Mi único respiro era por las tardes, cuando Chaz se encerraba en su cuarto y me quedaba solo a practicar en el piano, lo que hacía durante horas y horas, para desahogar mi rabia e invocar toda la disciplina de la que mi padre carecía.
Cuando estaba en la secundaria, tenía demasiadas ocupaciones como para sentarme a escuchar sus sermones y, además, él finalmente me alejó por completo.
Una noche, ya tarde, con mucha dificultad tocaba la Fantasía Impromptu de Chopin cuando apareció un poco tambaleante en la puerta y espetó:
-Estoy tratando de trabajar. ¿Tienes que tocar tan fuerte?
Reflexioné un momento, luego lo miré de frente y, perdiendo el control, respondí con aspereza:
-Sí.
Regresé a la música y jamás volví a tomarlo en cuenta.
GUARDÉ SILENCIO UN instante y luego añadí en tono apagado:
-Poco tiempo después de ese incidente, se suicidó.
Silvia me apretó el brazo.
-Aunque nunca iba a ninguna parte, conservaba el automóvil en la cochera y en ocasiones salía, se sentaba ahí y creo que soñaba con ir en una carretera despejada conduciendo rumbo a cualquier lugar. Cierto día, en un acto que interpreté como el gesto final para apartarse del mundo, vi que conectó una manguera al tubo de escape.
La miré y ella no supo qué decir.
-De todos modos, no es un tema que mencione con frecuencia en las conversaciones.
-No -estuvo de acuerdo ella-. No tienes que hacerlo. Sólo que siempre está al acecho, detrás de la delgada cortina de gasa de los recuerdos, esperando surgir cuando menos lo esperas.
Esta chica comprendió. Ella entendió de verdad.
Recorrimos el resto del camino en absoluto silencio. Cuando llegamos al hotel, me besó con suavidad, me dio otro apretón en el brazo y después se evadió de manera intempestiva.
Era lo más profundo de la noche, una hora que siempre odié. Sin embargo, en ese momento, no me sentí tan solo.
PARADÓJICAMENTE, AUNQUE LA MUERTE de mi padre fue una etapa difícil para nosotros, representó una especie de liberación. Todo ese tiempo había sido como ver a un hombre tambalearse en la cuerda floja sobre las Cataratas del Niágara. Aunque tardó un tiempo en desprenderse de manera efectiva, su destino estaba sellado a todas luces desde el momento en que empezó a flaquear. La caída en sí misma fue casi el anticlímax.
Respeté al pastor por no hacer un panegírico dulzón. No mencionó ninguna tontería como que era un gran hombre arrancado trágicamente de nosotros en la plenitud de la vida. En vez de ello, habló de manera breve acerca de la esperanza que todos compartíamos de que el alma atribulada de Henry Hiller encontrara la paz al fin. Y así lo dejó.
Como era lógico, poco cambió. Nos quedamos como la familia en la que ya nos habíamos convertido sin él, incluso antes de que muriera. Si acaso, la paz de mi vida se intensificó. Fui elegido para representar a nuestra escuela en el concurso estatal de piano y obtuve el segundo lugar.
Quería estudiar medicina, pero cuando el Departamento de Música de la Universidad de Michigan me ofreció una beca completa tras una audición que duró dos horas, me embarqué de Ann Arbor rumbo a casa en las nubes. Sin embargo, sólo empecé a asimilarlo de verdad cuando compartí la noticia con mi madre y hermano. En la celebración que siguió, le dije a mi mamá que tomara el dinero que había ahorrado con muchos sacrificios para mi educación y se comprara el automóvil nuevo que tanta falta le hacía. Pero ella insistió en que lo gastara en algo que me produjera placer. La elección fue obvia: un piano de segunda mano.
Mis siguientes cuatro años sonaron.
Aunque los cursos científicos previos a la carrera de medicina propiamente dicha estaban concebidos sin lugar a dudas para destruir el alma, estudiar música al mismo tiempo templó la mía y la hizo indestructible. Exploré más allá de los teclados en las riquezas de la orquesta. Me enamoré de la ópera y elegí el italiano para cumplir con el requisito de conocer una lengua extranjera. El rumbo de mi vida dio un vuelco drástico. Hasta donde podía recordar, me había tocado andar con dificultades el oscuro laberinto del trabajo y las penalidades. Ahora, por fin, me encontraba en un valle bañado de Sol que se extendía hasta el horizonte azul y sin nubes. Incluso descubrí que estos sentimientos nuevos, que me resultaban tan extraños, tenían un nombre: felicidad.
Mis presentaciones como solista con varios grupos de cámara me dieron prestigio y cierto reconocimiento dentro del campus y contribuyeron enormemente a aumentar la confianza en mí mismo. Pero el suceso más significativo de todo mi primer año de estudiante en la universidad fue conocer a Evie.
Ella era afectuosa y en cierta forma bonita debido a su lozanía; tenía el pelo corto y castaño, una sonrisa contagiosa y ojos grandes color avellana que rebosaban de optimismo. Pero, sobre todo, era una violonchelista muy talentosa. Desde su infancia, en Ames, Iowa, aspiraba a emular a su heroína musical: la violonchelista Jacqueline du Pré. Solíamos escuchar todos los discos de Jackie de los que podíamos echar mano donde aparecía en íntima comunión con su esposo, el pianista Daniel Barenboim. Los oíamos tan a menudo que prácticamente desgastamos los surcos de los discos de larga duración.
Aunque estábamos juntos la mayor parte del tiempo que permanecíamos despiertos, Evie no fue mi novia en el sentido romántico. Simplemente descubrimos el uno en el otro las cualidades que ambos buscábamos en un amigo íntimo. Ella estudiaba el segundo año cuando nos conocimos, y al principio, desconfié de que pudiera haber un motivo oculto en su amistad hacia un joven ingenuo como yo. Me refiero a que los violonchelistas necesitan acompañantes, y si para algo tengo talento con los mejores de ellos es para repentizar.
Considero que en aquella época no valoramos plenamente la singularidad de nuestra relación. Nos confiábamos cosas que jamás habríamos revelado a nadie más. No sólo hablábamos de cómo nos sentíamos respecto a las personas con las que salíamos, sino, de una manera mucho más íntima, compartíamos el hecho que ambos habíamos tenido que enfrentar el problema de qué hacer con el resto de nuestras vidas.
Los padres de Evie se oponían rotundamente a que su hija se dedicara a la música como profesión. Creían con sinceridad que era incompatible con el matrimonio, el cual debía ser la primera elección de carrera de toda joven.
Los momentos más “apasionados” de todos aquellos años fueron los que Evie y yo pasamos practicando juntos. Compartimos tantas horas que ejecutamos casi todas las obras importantes para piano y violonchelo. En ocasiones, transcurría más de una hora sin que intercambiáramos una sola palabra.
Por supuesto, también nos brindábamos apoyo mutuo tanto en el aspecto moral como en el musical. Una ocasión que recuerdo fue cuando la acompañé en su interpretación de Sicilienne de Fauré, que ella había elegido tocar en su recital para obtener su título en la primavera de su último año en la universidad. Como conocía mi parte a fondo, miraba a hurtadillas la expresión en los rostros de los profesores y sabía que ella estaba causando una magnífica impresión. Tal como yo había pronosticado y era de esperarse, recibió el honor summa cum laude, y yo el abrazo más largo y afectuoso que me había dado hasta entonces.
Siempre he estado agradecido de haberla tenido a mi lado para ayudarme durante mi profunda crisis de identidad, ya que con el paso de los semestres me aproximaba cada vez más a una encrucijada inevitable. ¿Qué camino seguir? Los maestros no me facilitaban las cosas. Parecían estar dedicados a un juego de estira y afloja entre la música y la medicina. Me sentía desgarrado. Evie era la única persona con la que podía hablar al respecto.
-Puedes tener gran éxito como profesional -aseveró ella-. Me refiero a que posees la chispa divina que marca la diferencia entre un técnico de los teclados y un virtuoso. Pero eso ya lo sabes, Matt, ¿cierto?
Asentí. No tenía ninguna duda de que lo que más deseaba era seguir tocando el piano el resto de mi vida. Sin embargo, una parte de mí no podía imaginar una existencia que en cierto modo no tuviera que ver con ayudar a los demás, dar algo a cambio, quizá era la herencia de mi madre.
Evie comprendía eso y se cuidaba mucho de no tratar de influir en mí en ningún sentido.
El verano que precedió a mi penúltimo año en la universidad fue crucial.
Mientras que Evie fue al Festival de Aspen a tomar una cátedra magistral de violonchelo con Roger Josephson, yo me maté trabajando como enfermero en el hospital de la universidad. Recuerdo una noche en que una niña comatosa pareció quejarse todo el tiempo durante mi turno en el ala de pediatría. Avisé a las enfermeras, pero ellas insistieron en que la pequeña se encontraba demasiado sedada y no podía sentir dolor. No obstante, cuando acabó mi turno, me acerqué, me senté y la tomé de la mano. De pronto se tranquilizó. Permanecí al lado de su cama hasta casi el amanecer. La pequeña debe de haber estado consciente de que estuve junto a ella todo el tiempo, porque cuando despertó, sonrió fugazmente y me dijo: “Gracias, doctor”.
Llamé a Evie y le comuniqué que había tomado mi decisión.
-En verdad me da mucho gusto, Matthew.
-¿Que vaya a dedicarme a la medicina?
-No -repuso ella de manera afectuosa y sin titubeos-. Que te hayas decidido al fin.
A MEDIADOS DE SU ÚLTIMO AÑO en la universidad, Evie recibió la buena noticia de que Josephson había intercedido en su favor y había logrado conseguirle una beca para estudiar en Juilliard. Me rogó que solicitara ingresar en la Facultad de Medicina en Nueva York para que pudiéramos continuar tocando juntos. Lo medité. La idea resultaba tentadora, aun cuando Chaz había sido aceptado en la Universidad de Michigan y llegaría al campus el próximo otoño. De todos modos, fui a la oficina del asesor médico, tomé un puñado de folletos para Nueva York y empecé a revisarlos.
Finalmente, llegó la hora de que Evie se marchara. Me parece que entre buenos amigos lo que se acostumbra es salir a cenar para despedirse o algo por el estilo, pero nosotros teníamos otras ideas. Fuimos a nuestra sala de práctica favorita a alrededor de las seis de la tarde y nos quedamos ahí hasta la medianoche. Concluimos con la Sonata en la de César Franck. La música estaba impregnada de tristeza y profunda nostalgia, y ambos la abordamos con una profundidad de sentimiento que sobrepasó todos los otros momentos en que habíamos tocado juntos.
La llevé al aeropuerto a la mañana siguiente. Nos abrazamos y después se fue. Conduje a casa en un automóvil que sentí vacío.
EN SEPTlEMBRE de ese año, Chaz llegó a Ann Arbor; había crecido y estaba listo para vivir. Por supuesto, su idea de vivir estaba sin duda totalmente condicionada por las incertidumbres psíquicas de nuestra infancia. Parecía tener una prisa enorme por sentar las bases de su estabilidad doméstica. Para probarlo, aun antes de elegir en qué especializarse, eligió una novia formal. En cuestión de meses, él y Ellen Morris, una compañera de clases que tenía pecas en el rostro y tocaba la guitarra, vivían juntos y felices en el piso superior de una casa dúplex en Plainfield, un trayecto de veinticinco minutos en autobús desde la universidad.
Mientras tanto, yo estaba ocupado escribiendo mi tesis en música al tiempo que sufría por la química orgánica. Varias noches a la semana, a las once en punto, cuando las tarifas cambiaban, Evie y yo hablábamos por teléfono. No era tan satisfactorio como nuestras conversaciones personales, ni tan bueno como tocar música juntos, pero era muy agradable escuchar sus puntos de vista respecto a todo: desde mis amoríos hasta mi disertación sobre Verdi. Ella le daba más importancia a lo último que a lo primero.
Cuando mi madre me visitó el Día de Acción de Gracias, llevó consigo una sorpresa. Se llamaba Malcolm Hearn y era médico.
Mi corazonada de que alguien había empezado a formar parte de su vida personal últimamente resultó cierta cuando conocí a Malcolm. Él era un cirujano divorciado que tenía hijos mayores y no sólo parecía ser un sujeto afectuoso y estable, con sentido del humor y una visión del mundo opuestos a los de mi padre, sino que también tenía algo de músico: era un primer tenor, para ser preciso. Y uno de verdad, capaz de alcanzar un do alto sin necesidad de hacer trampa y recurrir al falsete. Malcolm era la estrella del cuarteto de la peluquería del hospital y oírlo cantar el contrapunto superior en tono alto de You Gotta Have Heart hacía esbozar una sonrisa hasta a los escuchas más avinagrados. Sobre todo, parecía estar muy encariñado con mi madre, que ahora tendría una auténtica segunda oportunidad de ser feliz.
Evie se mostró muy complacida cuando le conté de Malcolm. (“¿Un cirujano, un tipo agradable y capaz de cantar un do alto? ¡Es demasiado bueno para ser verdad!”) Le dije que ella podría comprobarlo por sí misma cuando lo conociera en Navidad.
-Oh, estaba tratando de reunir el valor para decírtelo, querido Matthew. Creo que no voy a poder ir. Roger y yo...
-¿Roger? -pregunté en un arrebato irracional de celos-. ¿Te refieres al maestro Josephson?
-Este... sí. En realidad, él fue quien contestó el teléfono.
-Oye -repuse, con timidez-. Deberías haberme dicho que te estaba interrumpiendo.
-Jamás me interrumpes. Además, le conté acerca de nuestra amistad. Escucha, ¿por qué no vienes con nosotros a Sugarbush a pasar una semana esquiando?
-¡Uy! Ojalá pudiera ir, pero tengo mucho trabajo. Apenas tendré tiempo para ir a casa un solo día. Pero, de todos modos, te deseo una feliz Navidad.
Colgué sintiéndome un verdadero idiota. Le había dado a Evie mis saludos navideños con todo un mes de anticipación.
DECIDÍ QUEDARME EN ANN ARBOR para estudiar medicina. De esa manera vería a Chaz y a Ellen con frecuencia, incluso después de que se casaran.
El matrimonio tornó en una epidemia que se desató ese año. En agosto, Evie y Roger también se casaron, en Tanglewood, donde él interpretaba a Dvorák bajo la batuta de Zubin Mehta. Por fortuna, llegué dos días antes, porque mientras Roger estaba fuera en su despedida de soltero, Evie sufrió lo que podría describir como un ataque de miedo. (“Quiero decir, Matt, él es tan famoso y... tan maduro. ¿Por qué quiere a una chica como yo?”)
Me las arreglé para convencerla de que un hombre como Roger tenía la inteligencia suficiente para valorar a una persona tan especial como ella. Para el caso, quienquiera que se casara con ella sabría que era el tipo más afortunado del mundo. La crisis inevitable había quedado en el olvido cuando los corchos saltaron y las luces de las cámaras destellaron.
En cuanto a mí, la mejor parte de los festejos fue el concierto que ofrecieron algunos de los invitados después de la ceremonia. Me pareció que la mitad de los artistas de mi colección de cintas estaba ahí en persona.
Después, regresé a casa a Michigan y me dediqué de lleno al mundo de la medicina.
Tres
Milán, septiembre de 1953
Estaban colocados en orden de jerarquía. Primero Dios. Luego la Virgen María y después la bebé.
Los invitados más importantes que se habían congregado en el Domo de Milán ya estaban familiarizados con los primeros dos. Pero la bebé acababa de nacer. Se trataba de la hija de Gian Battista Dalessandro, el propietario de FAMA, el conglomerado más grande de Italia. Y éste era su debut en sociedad.
Mientras el primer ministro sostenía en brazos a la pequeña y el cardenal entonaba las palabras en latín que la bautizaban como Silvia Maria Dalessandro, su madre, Catarina, susurró a su esposo:
-Desearía creer en Dios para darle las gracias.
Gian Battista esbozó una sonrisa de oreja a oreja y abrazó dulcemente a su esposa. ,
-Por supuesto que Él existe, carina. ¿De qué otra manera nos habríamos encontrado?
Entre los signatarios que habían volado desde rincones remotos del mundo, se encontraba Mario Rinaldi, el rival y mejor amigo de Gian Battista. Él era el presidente del Gruppo METRO y el segundo hombre más rico de Italia.
Aunque una vez más el turno era de Gian Battista, a cuyo alrededor los potentados industriales parecían girar en una órbita, al igual que planetas que mostraban su deferencia, Mario tenía un consuelo: aun después de dos matrimonios, y a pesar de todo su dinero, Gian Battista no había podido tener un hijo y heredero. Y eso era algo que él sí tenía.
Mientras el prelado rociaba agua sobre la cabeza de la bebé, Mario susurró al adolescente moreno y atractivo que se encontraba a su lado.
-Ella va a ser tu esposa.
El joven Nico, de tan sólo dieciséis años, no supo si se trataba de una orden o de una predicción.
EL HEREDERO DE LA FORTUNA METRO alcanzó la mayoría de edad sin haber trabajado un solo día en su vida y sin tener la menor intención de hacerlo. Para complacer a su padre, Nico había pasado por las formalidades de una educación universitaria, subsidiando a varios estudiantes necesitados que redactaban sus ensayos e incluso presentaban los exámenes en su lugar. Él tenía cosas mejores que hacer. Desde la infancia, se enamoró de la velocidad: en la tierra, en el aire y en el agua. Esa pasión voraz le brindaba oportunidades todo el año para arriesgar la vida.
En verano, atracaba su bote de carreras en el muelle de Niza y expropiaba el pabellón palaciego para huéspedes en la mansión de sus padres, con un círculo siempre cambiante de amigos a la zaga.
Aunque el padre de Silvia había tratado de infundirle un recelo instintivo contra los extraños, no consideraba que el hijo de su vecino en la Riviera fuera un intruso. Entre otras cosas, Nico era el compañero favorito de tenis de Gian Battista y cada año se enfrentaban en un torneo maratónico que duraba todo el verano. A ninguno de los dos les gustaba perder.
Silvia se sentaba siempre al lado de la cancha y se ponía de pie a intervalos regulares para anunciar el marcador en inglés, francés e italiano.
La principessa más reciente de Nico, la hermosa y exuberante Simona Gattopardo, estaba encantada.
-¿Te gustaría jugar tenis conmigo en alguna ocasión? -preguntó Simona a Silvia.
-¿Por cuánto dinero? -le preguntó a su vez la pequeña con ingenuidad-. Nico y mi papá siempre apuestan mucho dinero cuando juegan.
-Solamente lo dijo para distraerle -la voz de Nico interrumpió de improviso.
-Tu sobrina es encantadora -dijo ella.
-No es mi sobrina. Es mi amiga -le respondió él sonriente mientras pasaba el brazo por la cintura de Simona y caminaban juntos rumbo a la terraza.
Silvia los observó alejarse y sintió una punzada de dolor, sin comprender aún que lo que experimentaba eran celos.
Por supuesto, Nico estaba demasiado ocupado en sus propias andanzas para advertir que la pequeña lo adoraba.
Un invierno, su padre y Mario llevaron a Silvia a ver a Nico participar en las competencias de bobsled, que eran trineos de carreras con dos tripulantes, en Cortina d'mpezzo. Al ver a su héroe y al compañero de equipo de éste volar prácticamente alrededor de la pista, ella, que casi siempre vivía cercada por guardaespaldas que la sofocaban, sintió también que alzaba el vuelo, ya que en realidad, Nico concretaba las fantasías de libertad de Silvia.
Al caer la tarde, el trineo de Nico golpeó contra una zona de agua, patinó y se estrelló después de dar varios vuelcos. Su compañero que pilotaba los frenos salió disparado, pero ileso.
Silvia estalló en llanto. Gian Battista la tomó en brazos para consolarla.
En la estación de primeros auxilios, los médicos realizaron un inventario preliminar de los huesos que Nico se había fracturado y lo prepararon para el trayecto en helicóptero a Milán.
-¿Te repondrás? -preguntó Silvia solícita.
-Por supuesto que me repondré -repuso él bravuconamente-. Soy indestructible.
Gian Battista visitó después al joven Rinaldi en la espaciosa habitación que ocupaba en el piso más alto del hospital e informó a su esposa e hija:
-Creo que va a estar ahí muchos meses.
-Ojalá los doctores trasplanten algo de sensatez al cerebro de Nico -comentó Catarina con gesto de desaprobación-. Tal vez así encuentre algo que valga la pena hacer con su vida.
-Creo que ya está buscando. Su lista de visitantes parece un libro de quién es quién en el mundo de los negocios. Supongo que será en ese campo en el que competirá por las medallas de oro de aquí en adelante.
-Ya era hora de que sentara cabeza. ¿Qué está esperando?
Silvia, que estaba jugando, sin siquiera hacer ruido, muy cerca de sus padres, espetó:
-A mí.
EN LA PRIMAVERA de 1964, Catarina Dalessandro fue secuestrada por un grupo revolucionario que exigió una cantidad desmesurada como rescate.
En un rápido y poco característico arranque de eficiencia, la policía italiana congeló todas las cuentas bancarias de la familia Dalessandro para que, de ese modo, no pudiera ceder a las exigencias de los terroristas.
En ese momento, los Rinaldi, padre e hijo, demostraron su amistad. Para permitir a Gian Battista satisfacer las pretensiones de los secuestradores, Mario abordó un vuelo a Londres para ir por dólares, en tanto Nico condujo a toda velocidad a Lugano para volver con francos suizos.
Por desgracia, los carabinieri, es decir, la policía, que habían intervenido los teléfonos, llegaron con los terroristas antes que el dinero. Y en el tiroteo que siguió, Catarina resultó muerta.
A partir del instante en que Gian Battista se enteró de la noticia, se encerró en su habitación, incapaz de enfrentarse al mundo. Aunque comprendía que su hija lo necesitaba, carecía de la fortaleza emocional para reaccionar. Era como vivir detrás de una pared de cristal. Podía ver, pero no tocar a la demás gente.
La tarea de consolar a Silvia recayó en Nico.
El día anterior al funeral, mientras su padre se encontraba con Gian Battista en su estudio, el joven Rinaldi caminó despacio hacia el cuarto de juegos. El lugar estaba vacío, aunque había juguetes y muñecas esparcidos por todas partes. Deambuló por el piso de abajo y se dirigió al jardín, pasó por la piscina silenciosa y después por la cancha de tenis, que estaba igualmente desierta.
Por fin divisó a Silvia sentada en una banca, con la mirada perdida. Su institutriz trataba de distraerla leyéndose un cuento en voz alta. La niña de diez años mostraba una expresión de absoluto desconsuelo.
Con un movimiento de cabeza dirigido a la compañera de Silvia, Nico se sentó al lado de la pequeña y empezó a hablarle con suavidad.
-Silvia, no puedo expresar cuánto lamento lo que ha ocurrido. Quiero decir, por tu madre y por ti.
Hubo un momento de silencio. Entonces ella respondió, la voz sonaba hueca.
-El mundo me parece un lugar horrible.
-Sí, comprendo que debe resultar insoportable para ti en estos momentos. Pero no puedes darte por vencida. Sabes lo que tu madre habría querido.
Ella negó con la cabeza. La expresión del rostro infantil reflejaba tanta perplejidad como dolor.
-Nico, mi padre no quiere hablar conmigo. ¿Hice algo malo?
-Sólo dale un poco de tiempo. Se enfrenta a la situación de la mejor manera que puede. -Nico miró al horizonte y luego dijo, del modo más despreocupado posible-: No sé tú, pero yo tengo frío. Vamos adentro a beber algo agradable y caliente.
Ella no respondió.
-Vamos, amiga -se puso de pie y le tendió la mano-. Hazlo por mí -ella se levantó con lentitud y los tres regresaron a la casa.
El funeral fue privado, pero una plaga de paparazzi con lentes telescópicos aguardó afuera del cementerio en plataformas improvisadas. Sus cámaras se alimentaban del dolor de las víctimas, como si fueran aves de rapiña.
Los dolientes se colocaron despacio detrás del ataúd. Nico tomó la mano de Silvia mientras caminaban un paso atrás de Gian Battista y Mario Rinaldi. Al final del servicio, cuando los dignatarios empezaron a marcharse, Silvia permaneció al lado de la tumba abierta y susurró:
-¡Adiós, madre mía!
Entonces se volvió, tomó de nuevo la mano de Nico y se alejó.
DE PRONTO, la población entera de la ciudad de París se redujo sólo a Silvia y a mí.
Nos sentábamos juntos todo el día en la clase, y por las noches cenábamos en los pequeños restaurantes del rumbo. Entonces, después de estudiar y preparar las asignaturas para el día siguiente, cerrábamos los libros y conversábamos mucho. Si algo caracterizaba a Silvia, era la pasión. Abrazaba todos los aspectos de la vida con enorme entusiasmo. Por alguna razón, ni la responsabilidad de la riqueza excesiva ni su infancia dolorosa parecían haberla perjudicado.
O así lo creí al principio.
Era interesante la frecuencia con que mencionaba a su madre.
-Cuando se casó con mi padre, mamá era la editora de La Mattina, el diario matutino más importante de Italia. Pero a partir del momento en que se conocieron, a duras penas pasaban una noche separados. Después de que nací, ella convirtió en oficinas un ala de la casa, con mensajeros temerarios que iban y venían en motocicletas, su encanto infinito y una voz muy sonora, dirigía todo el negocio desde la casa. Y, sin embargo, no era como esas mujeres que están tan absortas con sus carreras profesionales que no tienen tiempo para sus hijos. Siempre estaba a mi lado cuando la necesitaba.
Desde la perspectiva del tiempo y el dolor, era difícil saber si se trataba de un recuerdo auténtico o de una idealización.
-¿Cómo te las arreglaste después?
-Bueno, estaba mi padre -dijo con suavidad. El tono denotaba más su lealtad familiar que verdadera convicción. Después confesó en voz baja-: Aunque a él le hacía mucha más falta mi apoyo que a mí el suyo. En realidad, jamás logró recuperarse. Todavia se mata trabajando. Me preocupa.
-¿Pero quién se preocupaba por ti? ¿Quién jugaba contigo? ¿Quién te llevaba a la escuela?
-Diferentes personas. No recuerdo a nadie en particular. No parecía importar gran cosa en aquella época, puesto que todos usaban el mismo uniforme.
En ese momento, no pude reprimir un comentario:
-Siempre he creído que hay dos cosas en la vida que nadie más puede hacer por uno: cortarse el cabello y ser padre.
Ella asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa que transmitía pleno entendimiento.
-Nico me leía.
-¡Ah!, Nico.
-Sí. También me enseñó a jugar tenis y ajedrez. Además, me llevaba al circo.
-Entonces creo que finalmente vas a casarte con él -dije, tratando de ocultar el pesimismo que me invadía acerca de mis probabilidades.
-¿Por qué lo dices? Eso pasó hace siglos. Ahora Nico tiene como cien años.
-Para empezar, eso no es cierto. Es suficientemente joven para que juegues con él y tiene la edad necesaria para que lo respetes. Pero, sobre todo, parece haber estado siempre a tu lado. Y eso es muy importante para ti, ¿verdad?
-Tienes razón hasta cierto punto -admitió ella-. Quiero decir que él se portó de maravilla conmigo durante el período que llamo mi encarcelamiento.
-¿A qué te refieres?
-Como era lógico, después de lo que le aconteció a mamá, mi padre estaba obsesionado con protegerme. Sabrás que me sacó del colegio y contrató profesores para que me dieran clases particulares en casa. En cuanto a mi vida social, extrañaba terriblemente convivir con otras personas.
-Y, ¿cómo lograste escapar? ¿Fue también gracias a la gran ayuda de sir Nico?
-Deja de bromear -protestó ella-. Pero sucede que él siempre me alentó a estudiar en el extranjero. Sólo que, en verdad, yo no era capaz de dejar a mi padre hasta que saliera adelante.
“Qué extraño que una niña tenga instinto paternal”.
-Y entonces decidí al fin que si alguna vez iba a reincorporarse a la raza humana, tenía que irme. Me refiero a que pensé que si lo dejaba por su cuenta, se vería obligado a empezar a buscar a otra persona. De todos modos, Inglaterra era el único país que él consideraba seguro. Puesto que la escuela tenía que ser católica, las opciones se limitaron a la de Saint Bartholomew en Wiltshire. Estuve muy contenta en ese lugar, aunque tardé algún tiempo en acostumbrarme a todos los ritos religiosos. Lo único por lo que rezaba era porque el siguiente día de visita, mi padre llegara con una dama agradable del brazo -después añadió con nostalgia-: Pero jamás sucedió. Pasaba los veranos con él en Italia. Mis recuerdos más vívidos son de los fines de semana que pasamos juntos en La Locanda, un pequeño albergue en una región apartada en la Toscana. Papá y yo vivimos momentos muy felices ahí. Creo que hablé demasiado, ¿verdad? -comentó Silvia en tono de disculpa. Ya casi era la una de la madrugada y nos encontrábamos en el vestíbulo desierto de “Saint Pulgas”, uno de los sobrenombres que inventé para referirme al hotel de mala muerte en el que nos hospedábamos.
-Para nada -respondí con sinceridad-. ¿De qué otra forma es posible conocer a una persona?
-Pero conocerla no es sinónimo de simpatizar con ella - aventuró Silvia.
-Silvia, en tu caso, no podría significar nada más.
Intercambiamos besos de buenas noches en las mejillas y nos dirigimos a nuestras habitaciones. Mientras subía por los escalones que rechinaban hacia la mía, pensé que, a menos que estuviera demasiado ebrio de esperanza, había una segunda intención en su último comentario. Nico todavía no la conquistaba. Yo aún tenía probabilidades.
LA NOCHE SIGUIENTE, en el Café de Flore, después de cubrir el último punto de nuestra agenda: un estudio minucioso de la aparición, el desarrollo y la cura de la esquistosomiasis, una infección común en la sangre que provoca el agua contaminada, pedimos una jarra de vino blanco seco. Entonces conversamos acerca de las cosas que nos atrajeron desde el principio hacia la medicina.
-Para ser honesta -comentó Silvia-, no recuerdo una época en que, en cierto grado, no hubiera querido ser doctora. Quiero decir, creo que todo empezó cuando conocí a Giorgio.
-¿Quién era?
Ella se encorvó sobre la mesa, como acostumbraba siempre que compartía conmigo sus pensamientos más íntimos.
-Fue mi primer novio. Los dos teníamos siete años. Era un chico muy delgado, con ojos negros desmesuradamente grandes, mucho más pequeño que el resto de nosotros. Durante el recreo, mientras los demás niños corrían por el patio, él se sentaba en la zona que rodeaba el campo de juegos. Yo lo acompañaba, pero nunca pudo ir a nuestra casa a jugar, porque resultó que todas las tardes, después de la escuela, tenía que ir al hospital para que le hicieran diálisis.
Respiró profundamente.
-Aun después del tiempo transcurrido, todavía es difícil hablar de ello. En apariencia no le quedaba mucho tiempo de vida. Mi padre ofreció pagar la operación para que le practicaran uno de esos nuevos trasplantes de riñón en Estados Unidos. Me sentí muy orgullosa de él. Pensé que papá no podía fallar en nada -hizo una pausa breve y luego continuó-: operaron a Giorgio en el Hospital Boston General. Jamás despertó.
Silvia bajó la cabeza.
-Mi padre ha vivido obsesionado por eso desde entonces. Sin embargo, imagina lo que sentía la señora Rizutto. Si no hubiéramos interferido, su hijo habría vivido seis meses más o tal vez hasta un año. Pero, tal como resultaron las cosas, la ciencia médica sólo aceleró el final.
Guardé silencio por unos cuantos minutos y después manifesté con suavidad:
-De modo que decidiste estudiar medicina.
-No de una manera consciente, pero estoy segura que esos sentimientos deben de haber influido en mí cuando tomé la decisión en Saint Bartholomew.
-Ya me imagino la reacción de tu padre.
-Sinceramente, no creo que puedas imaginarla. Aunque era evidente que lo había tomado por sorpresa, fingió que aceptaba mi decisión. Fue más tarde cuando empezó a rebatirla. Como era lógico, inició con la culpa.
-Esa idea siempre es popular entre los padres.
-De todos modos, cuando eso no funcionó, intentó asustarme con los rigores de la educación médica.
-No me digas, doctora -sonreí-. ¿Describió los turnos de tres días consecutivos sin dormir?
-Hasta el último detalle. Sin embargo, argumenté que si otros habían sobrevivido a ello, yo también podría. Por fin, después de todo un verano de tratar infructuosamente de disuadirme, se dio por vencido. Cuando lo besé para despedirme, susurró que lo más importante en el mundo era que yo actuara de tal modo que me sintiera feliz.
-Bueno -dije de manera tentativa-, ¿en verdad no es cuestión de esperar a que te cases con Nico?
-¡Oh, Dios mío! -me miró con una expresión juguetona de fastidio-. Eres peor que mi padre. ¿Qué te hace estar tan seguro de que lo amo? ¿Acaso mencioné que estaba enamorada de él?
-Bueno, ese acontecimiento originaría una gran fusión de capitales -comenté.
-No lo niego -reconoció ella.
-¿Entonces ya fijaron la fecha? -de repente no estuve seguro de que deseaba conocer la respuesta a mi pregunta.
-En realidad -repuso ella con una sonrisa pícara-, nuestros padres lo propusieron hace poco, el último fin de semana de agosto. Por supuesto, ahora tendrán que posponer la boda.
Por fin entendí la dimensión adicional de su deseo de integrarse a Médecine Internationale. No sólo podría trabajar con niños enfermos, sino que le permitiría alejarse años luz de Nico Rinaldi y de las presiones familiares.
-Dime, Silvia, ¿tu decisión de ir a África no tiene que ver por casualidad con no poder asistir a tu propia boda?
Trató en vano de reprimir una sonrisa.
-A decir verdad, la explicación que di fue que necesitaba tiempo y espacio para meditar las cosas.
-¿Cómo lo tomaron?
-No tuvieron opción. Soy tan hija de mi madre como de mi padre. Ella habría afirmado su independencia. Así que, dígame usted, señor reportero inquisidor, ¿ya tiene todas las respuestas que estaba buscando?
“No”, pensé, “sólo una nueva serie de preguntas”.
Cuatro
A las cinco de la tarde del último día de actividades del programa de capacitación, François encendió un cigarrillo e hizo unas cuantas observaciones.
-Muy bien. Hemos concluido la introducción formal que, como comprenderán de inmediato al llegar, no constituye ninguna preparación. Sólo me gustaría ofrecer una disculpa a aquellos de ustedes a los que he molestado injustamente. Y a los que no, quiero decirles que no se preocupen... ya les llegará su turno.
Se produjo una oleada de risas.
Teníamos previsto salir a la noche siguiente, así que disponíamos de tres cuartas partes del día en París para hacer lo que se nos antojara. Silvia y yo fuimos al Museo Rodin por la mañana y más tarde nos presentamos en Médecine Internationale por última vez. Era necesario que firmáramos varios documentos, entre los que se contaban: mandatos para el banco, una póliza de salud en caso de una catástrofe médica y un seguro de vida que beneficiaba a nuestros parientes más cercanos. Designé a Chaz y a mi madre para ser cinco mil dólares más ricos en caso de mi fallecimiento. Después nos separamos por la tarde a fin de realizar algunas compras para nuestras respectivas familias.
Esa noche me paseé nervioso a un lado del autobús. Se estaba haciendo tarde y perderíamos el vuelo si no nos poníamos en marcha. Miré con insistencia el reloj, al tiempo que me preguntaba qué le habría ocurrido a Silvia.
-¡Oye, Matthew! -gritó François-. Sube a bordo. Ya no te preocupes. Ella puede pagar una limosina si la dejamos.
Pensé que sus palabras no eran tranquilizadoras ni graciosas; sin embargo, obedecí.
En el preciso momento en que me sentaba, Silvia apareció en el escalón superior, seguida por su sombra acostumbrada. Se veía muy bella vestida con un suéter azul holgado, pantalones vaqueros ajustados y botas de cuero negras. Se dejó caer a mi lado y me dio unas palmadas en la mano para sosegarme.
-Lo siento. Pero no querían apartarse del teléfono.
Pensé que era mejor no preguntar a quiénes se refería.
Nino, siempre leal, dispuso de toda la fila posterior. Cuando entrecruzamos miradas, hice un ademán cordial para que se integrara a nosotros, pero él me miró sin reparar en la invitación.
En el Aeropuerto Charles de Gaulle, mientras colocábamos el equipaje en los carros y empezábamos a empujarlos hacia la puerta, su cancerbero continuó con su responsabilidad de vigilarla a una distancia discreta. Por fin, cuando cruzamos por la aduana y revisaron nuestros pasaportes, sus labores concluyeron oficialmente y se acercó a Silvia y a mí para despedirse.
-Deseo a la Signorina Dalessandro un buen viaje. Lamento no estar ahí para cuidarla.
-Eres un encanto -respondió ella con afecto-. Gracias por todo. Arrivederci.
Él me miró por el rabillo del ojo como diciendo: “Cuento con usted, señor. No vaya a cometer ningún error”. Luego se dio vuelta y se alejó lentamente por el corredor.
-¿Vas a extrañarlo? -pregunté en un murmullo.
-No -repuso ella de manera categórica.
La tomé de la mano y fuimos a reunirnos con los demás.
Los once que conformábamos el grupo aguardamos en la puerta de salida, conversando de cosas triviales y tratando de no parecer nerviosos, como todos lo estábamos. Por fin, Ethiopian Airlines anunció el vuelo 224 rumbo a Asmara, capital de la provincia de Eritrea. François se colocó en la puerta del avión como si fuera un sargento de instrucción militar que se cercioraba de que absolutamente todos sus comandos médicos, que había entrenado con tanto cuidado, se hallaran a bordo de la aeronave. Miró el paquete grande, rectangular, que sobresalía de mi mochila.
-Por todos los cielos, dígame, doctor Hiller, ¿qué es eso?
-Es mi teclado. Te conté al respecto.
-¡Ah, sí! -recordó-. Espero no oírlo.
Mientras nos abrochábamos el cinturón de seguridad, Silvia me dirigió una gran sonrisa.
-¿A qué debo eso? -pregunté.
-A nada en particular -repuso ella-. Sólo estoy piena di... sentimenti.
-Llena de sentimientos diferentes -eso describía también mi estado de ánimo. Y tampoco pude expresarlos del todo. Busqué en el bolsillo y le di un casete envuelto para regalo que había comprado esa tarde-. Para tu nueva reproductora de casetes.
-Gracias. ¿Se trata de Los éxitos de Hiller?
-Es algo mucho mejor.
Entonces, desenvolvió el obsequio y vio que le había comprado una selección de la ópera Orfeo y Eurídice de Gluck.
-Nunca la he oído -confesó.
-Bueno, contiene la expresión más perfecta de la nostalgia de un amante que jamás se haya plasmado musicalmente.
Me dio su reproductor de casetes.
-Encuéntrala para que la escuche.
Me puse los audífonos, recorrí el casete con rapidez hasta el lugar en que se iniciaba la selección y se lo devolví. Ella cerró los ojos y escuchó Che faró senza Euridice?, que quiere decir “¿Qué voy a hacer sin Eurídice?”
A la mitad de la canción, ella me sujetó del brazo y dijo:
-Matthew, che faró senza te? ¿Qué voy a hacer sin tí?
Me incliné y la besé largamente, despacio y con sensualidad.
De pronto, en medio de un rugido, el avión despegó y se elevó hacia el cielo nocturno.
LLEGAMOS A ASMARA a la una de la mañana. Todos estábamos despiertos por la emoción. La inspección en la aduana fue superficial y nos amontonamos en la parte posterior de una camioneta que parecía asmática. Otros tres anticuados camiones nos siguieron con todo el equipo y una nueva infusión de productos farmacéuticos que habíamos llevado con nosotros. Silvia cayó rendida sobre el hombro y durmió mientras la caravana avanzaba dando tumbos en la oscuridad.
Por fin llegamos a Adi Shuma y al complejo de arruinadas cabañas rectangulares con techos de lámina corrugada que sería nuestro hogar en el futuro inmediato. Me alojaron con Gilles Nagler, un francés robusto, que se veía muy formal y usaba anteojos con armazón de alambre. Desempacamos a la luz de una vela, puesto que nuestro rudimentario generador eléctrico impulsado por gasolina estaba conectado únicamente a la sala de operaciones y a otras áreas comunes.
Gilles observó mi paquete enorme, que había dejado envuelto.
-¿Qué es eso? -preguntó sin disimular su preocupación.
-Un piano -respondí.
-No, en verdad, hablo en serio.
-Yo también lo hago. Es un teclado sin el instrumento propiamente dicho.
- ¡Oh!, ¿entonces quieres decir que va a hacer ruido?
-¿Ruido? ¡Destierra ese pensamiento, Gilles! De todos modos, lo que produce es música y sólo en mi mente.
-Debo advertirte -reconvino, al tiempo que sacaba cinco o seis pares de binoculares de su maleta-. Tengo compulsión por el orden. Espero que mantengas este lugar bien arreglado.
No pude evitar ver su colección de equipo óptico.
-Me gusta observar a las aves -indicó con cierto orgullo.
-Te creo -comenté y me zambullí en la cama.
-Si tengo mucha suerte, veré las ibis del norte.
-Me parece maravilloso. Buenas noches.
No sé cuánto tiempo dormí exactamente, pero recuerdo que estaba despierto al amanecer. Nuestro cuarto ya empezaba a sentirse húmedo e incómodo y empeoraba a cada momento. Me dirigí a la ventana para observar Eritrea por primera vez a la luz del día y me asombró lo que vi.
-¡Dios mío! -me quedé boquiabierto debido a la sorpresa.
Mi compañero de habitación despertó de pronto, buscó a tientas sus anteojos, saltó de la cama y preguntó:
-¿Qué ocurre? ¿Pasa algo malo?
-Nada -respondí-. Pero creo que tal vez vaya a celebrarse un gran concierto de rock esta noche.
-¿Te has vuelto loco?
-Bueno -continué bromeando-, parece haber una aglomeración de fanáticos formados en fila. No imagino qué otra cosa podría esperar tal cantidad de personas.
Gilles miró asombrado el panorama que ofrecía una columna, en apariencia interminable, de gente escuálida, llena de polvo y evidentemente enferma, que se concentraba desde la puerta principal de la clínica hasta donde alcanzaba la vista.
- ¿Acaso no saben que empezamos hasta las siete? -preguntó con voz entrecortado.
-No todos trajeron sus Rolex, Gilles. De todos modos, diría que nos espera un día de mucho trabajo.
Mientras nos vestíamos y afeitábamos a toda prisa, Gilles charló de manera compulsiva acerca de las aves. De cómo esperaba divisar, durante nuestra “visita”, algunas de esas maravillas aladas, como la grulla con carúncula y, no hablo de flores, el alcatraz pardo. Continuó parloteando todo el camino hacia el refectorio, una estructura grande en comparación con nuestra cabaña, parecida a un establo, que evidentemente se había construido de un día para otro.
Casi todos nuestros compañeros ya estaban sentados a una mesa larga y combada, incluyendo a Silvia, que hizo un ademán para indicarme que me había reservado un lugar a su lado. Al otro extremo de la habitación había una especie de cocina con un brasero de leña.
El desayuno estaba dispuesto en un mostrador: algo de papaya, plátanos y queso de cabra que comeríamos con injara, un tipo de pan correoso hecho de teff, un grano que cultivan en la región. El recipiente que contenía el café parecía haber sido en sus buenas épocas un barril de aceite para cocinar. Me senté junto a Silvia.
-¿Cómo te sientes, Silvia?
-Estoy muerta de miedo. ¿Y tú?
-Bueno, diría que el sentimiento predominante es la impaciencia. Quiero salir de aquí y empezar con mi trabajo. A fin de cuentas, por eso vinimos a este lugar -mientras engullía la comida, miré a todos a mi alrededor y percibí en ellos una energía apremiante, similar a la que yo experimentaba en ese momento. Sólo Silvia parecía extrañamente apagada.
-¿Ocurre algo malo? -pregunté.
Ella negó con la cabeza.
-De pronto tengo la mente en blanco y no me acuerdo de los indicios y síntomas de la esquistosomiasis.
-¡Oh, vamos! -pasé el brazo por el hombro de Silvia-. Te lo sabías al derecho y al revés esa noche en el Café de Flore.
Hizo esfuerzos por sonreír y cayó en cuenta que no me había presentado al joven originario de Tigré, que se encontraba sentado frente a ella.
-Te presento a Yohannes. Soy afortunada. Él va a ser mi enfermero auxiliar y habla mucho mejor el inglés que cualquiera de los que nos rodean.
El joven sonrió encantado al oír el elogio.
-Seguramente la doctora está errada -declaró-. No soy tan extremadamente lingüístico.
Por lo que había oído hasta entonces, estuve de acuerdo con él y confié en que al menos pudiera traducir de manera comprensible las preguntas médicas a los pacientes y, en especial, transmitir las respuestas.
De pronto noté que François no estaba.
-¡Oigan!, ¿dónde está el gran jefe? No me digan que aprovechó para dormir un rato más.
-¿Estás bromeando? -Denise Lagarde, una internista de Grenoble, intervino-. François y Maurice Hermans han estado en la sala de operaciones desde anoche. Había unos guerrilleros con graves heridas de bala esperando cuando llegamos, y no quisieron arriesgarse a posponer la atención hasta hoy por la mañana.
Cuando estábamos a punto de dispersarnos, Marta, una mujer holandesa, ayudante de François, gritó:
-Recuerden que no hay una hora de comida propiamente dicha. Los alimentos estarán aquí, de modo que sólo tienen que venir y tomarlos cuando les sea posible. La cena es a las siete y media y tendremos una reunión a las nueve. Créanme, tenemos un día muy atareado.
-Le creo -murmuré a Silvia cuando salíamos al abrasador Sol matutino para dirigirnos a la casucha conocida como el edificio de consultas para pacientes, al que ella y Denise habían sido asignadas con anterioridad.
Cuando besé a Silvia en la frente, me apretó la mano con fuerza un segundo.
-¿Puedo confirmar mi diagnóstico contigo si acaso necesito una segunda opinión?
-Claro, pero no será necesario.
Cavilé sobre su inusitado pánico durante casi los dos minutos siguientes, tiempo que tardé en llegar a mi sala de revisión, echarme encima un saco blanco, lavarme las manos y diagnosticar mi primer caso de tuberculosis sin tener que usar el estetoscopio. Era tan patente que esa pequeña estaba infectada, que podía oír las lesiones pulmonares en su respiración. A partir de ese instante, perdí la noción del tiempo.
En las tres horas siguientes, más o menos, tuve ante mí el espectro de enfermedades más exótico que jamás hubiera visto en toda experiencia clínica anterior. Creo que me topé con todos y cada uno de los males supuestamente erradicados que Jean-Michel Gottlieb había explicado, incluida la lepra.
Mi enfermera era una veterana especialista de nombre Aída. A diferencia de la famosa heroína de la ópera, parecía todo menos celestial. Era pequeña y fuerte, y admito que al principio consideré que su manera de tratar a los enfermos era un poco agresiva. Sin embargo, pronto me di cuenta de que había perfeccionado su técnica a través de años de experiencia, ya que los muchos pacientes que se empujaban unos a otros para colocarse al frente respondían con obediencia a sus gritos y empellones ocasionales. También me ayudó a empezar mi estudio de la lengua de Tigré; la primera palabra que aprendí fue la que resulta más gratificadora para cualquier médico: yekanyela, que quiere decir “gracias”.
No me desocupé ni un instante, y sólo hasta que me detuve para tomar el litro obligatorio de agua me di cuenta de que estaba empapado en sudor.
Mientras disfrutaba del momento libre que me había concedido, recordé de pronto a Silvia. Dejé a Aída a cargo de la fortaleza y me tomé un breve descanso. El Sol estaba entonces en el cenit, formando un círculo de fuego, que marcaba el inicio del período de tres horas en las que el personal tenía prohibido salir para nada que no fuera recorrer una distancia mínima, y eso sólo si era imprescindible.
Por supuesto, los pacientes no tenían más remedio que sentarse bajo el calor ardiente y protegerse lo mejor posible con sus ropas hechas jirones, sufriendo en silencio mientras aguardaban su turno para ser examinados por los curanderos y curanderas vestidos con bata blanca, que provenían de un mundo diferente.
Las madres se sentaban inmóviles como estatuas morenas, para amamantar a sus bebés quejumbrosos, mientras las moscas zumbaban implacables a su alrededor. Los ancianos, delgados como el papel, encorvados bajo el peso de los años, aguardaban de pie y en silencio. Muchos habían caminado más de medio día para llegar y estaban preparados para esperar todo el tiempo que fuera necesario. Bastaba con mirarles el rostro, algo que evitaba hacer, para sentir dolor en el alma.
Cuando llegué, el consultorio de Silvia era un verdadero caos: gritos, aullidos y empujones por todas partes. En un instante comprendí que, a pesar de toda su elocuencia, Yohannes carecía de la habilidad de Aída para manejar los embates físicos de los pacientes más obstinados. De inmediato llamaron mi atención los gemidos de una mujer que sufría dolores terribles. Entonces vi a Denise que suturaba una laceración abdominal desgarrada mientras algunos voluntarios sujetaban a la paciente.
-¿Qué demonios estás haciendo? -le pregunté-. ¿Acaso no puedes administrarle un poco más de lignocaína?
-No -murmuró con los dientes apretados-. Se terminó.
-Bueno, iré a conseguiría.
Su mirada despedía llamaradas de furia.
-Ya no queda nada, estúpido estadounidense. Ahora déjame en paz. ¿Crees que estoy pasándola bien?
-¿Dónde está Silvia? -pregunté con tono contrito.
-Qué sé yo. Si la encuentras, dile con mil demonios que regrese y ponga algo de su parte para sacar el trabajo adelante -entonces su tono cambió súbitamente a una súplica de impotencia-. Por favor, Matt, estoy llegando al límite de mis fuerzas.
A todas luces, por alguna razón incomprensible, Silvia había desertado. Me dirigí de prisa al refectorio y al entrar casi me tropiezo con François. Por la expresión que denotaba el rostro sin afeitar, no estaba de buen humor. Era evidente que acababa de salir del quirófano.
-Si buscas a tu novia, está descansando para tomar el café más largo de la historia -dijo irritado-. Debí de haberlo imaginado. Pero el soborno de Dalessandro fue demasiado burdo para no tomarlo en cuenta.
-¿A qué te refieres?
-Ella no lo sabe, pero cuando presentó su solicitud, su padre nos ofreció un millón de dólares.
-¿Para que la aceptaran?
-No, para que la rechazáramos. Eso me disgustó tanto que la acepté. Ahora, si no te importa, tengo trabajo qué hacer y tú también -salió furioso sin decir nada más.
Divisé a Silvia sentada al otro extremo de la mesa, con la cabeza apoyada en una mano y la mirada fija, llena de tristeza, en la taza de café. Traté de reprimir la rabia; sin embargo, no pude contener la desilusión y, sí, también la vergüenza, tanto por mí como por ella. Pero a medida que me iba acercando, supuse que con toda seguridad François ya debía haberla regañado. Era indudable que Silvia estaba pasando por una crisis de inseguridad y lo que necesitaba era apoyo.
-¡Hola, Silvia! -saludé en voz baja-. ¿Quieres hablar?
Ella guardó silencio un momento y luego respondió:
-Matthew, me siento muy avergonzada. Todos estos meses estuve absolutamente segura de lo que quería hacer. Y, sin embargo, en el instante en que vi a esos niños, el corazón se me partió de dolor y me vine abajo.
¡Alá!, conque se trataba de eso. Silvia había perdido la objetividad clínica.
-Debería haber sido más insensible -se reconvino.
-Si fueras más insensible, dejarías de ser tú -repuse suavemente-. François esperaba demasiado del primer día. Por Cierto, ¿has bebido agua con regularidad?
Ella evitó mi mirada. No tenía ningún caso fustigarla más. Me concreté a ir por dos botellas de un litro de agua y llevárselas.
-Bebe una botella completa ahora y la otra durante el resto del día. Y respecto a lo demás, sólo tengo una palabra.
-¿Sí? -me miró con ansiedad.
-Madura.
Claro está que mi comentario la hizo sonreír.
Por fin, salimos del comedor diez minutos después. Apenas afuera de la puerta, me abrazó y dijo:
-Gracias, Matthew -y luego me besó de una manera tan apasionada que hizo que nuestro abrazo en el avión pareciera sólo una caricia amistosa.
NO FUE UN DÍA como todos. Mientras atendía las heridas de bala de los guerrilleros, diagnostiqué y traté a más pacientes de los que podía contar. Muchos de ellos habrían muerto si no hubiésemos estado ahí en ese momento. También había, cuando menos, una docena de niños con tracoma, cuya posible ceguera empezamos a tratar. Esta infección ocular insidiosa, que siempre es mucho más grave cuando las condiciones de higiene son deplorables, les habría costado la vista. No obstante, la aplicación oportuna de pequeñas cantidades de doxiciclina la cura por completo. Jamás olvidaré el último caso de tracoma que vi ese día. Era el de un niño pequeño y despierto llamado Dawit, que de tanto esperar había aprendido una o dos palabras de inglés. Le encantaba dirigirse a mí como “dokta” en varios tonos de voz y siempre se sonreía después de cada ocasión. El tratamiento con doxiciclina haría desaparecer el mal sin daños permanentes. Pero no teníamos más ungüento a la mano, y pedí a Aída que le explicara a su madre que debía regresar con él a la mañana siguiente. Al otro día, ambos, madre e hijo, habían desaparecido sin dejar rastro y no hubo manera de encontrarlos.
Durante el resto del tiempo que pasé en África, busqué a ese pequeño para salvarlo de una vida en la oscuridad. Jamás lo hallé.
Creo que los mejores médicos son los que recuerdan tanto sus fracasos como sus éxitos. Les da la humildad necesaria. Por eso, cuando mis pensamientos vuelven a Eritrea, me acuerdo de aquellos que no salvé. Del pequeño Dawit. Y de Silvia.
LA CENA ESTUVO TAN ALICAÍDA como animado había estado el desayuno. Claro que nos advirtieron mil veces de las carencias de aquel lejano lugar. Pero ninguno de nosotros había visto jamás a seres humanos que vivieran en la miseria y el abandono absolutos. Personalmente me preguntaba cómo podría volver a salir a comprar una simple pizza, a sabiendas de que existían muchos niños que pasaban la noche gimiendo de hambre.
El día había sido tan agotador que resultaba difícil recordar el momento en que Silvia había sido un problema. Por la tarde, ella se armó de valor. Sus diagnósticos fueron más certeros; su manera de actuar, más reconfortante. Ciertamente, protagonizó un suceso espectacular.
Denise Lagarde estaba examinando a una niña a quien uno de los médicos de los equipos ambulantes de las Naciones Unidas había prescrito antibióticos para una infección del pecho, una semana antes, en su aldea. Pero ahora la habían llevado con urgencia a nuestra clínica, pálida, sudorosa, con el pulso apenas perceptible, acelerado y débil. Denise tuvo dificultad para oír los latidos del corazón en el estetoscopio, y llamó a Silvia para que escuchara. Silvia reaccionó al instante.
-Traigan el aparato de ultrasonido de inmediato.
-Pero, ¿de qué hablas, Dalessandro? Se trata de una infección viral que...
Silvia la interrumpió y repitió al enfermero:
-De prisa, Yohannes.
Obediente, salió corriendo y regresó en cuestión de minutos, rodando el aparato rudimentario que habíamos llevado. Silvia lo encendió con rapidez y colocó la sonda sobre el pecho de la niña. Sus sospechas se confirmaron al momento.
-Lo sabía. Tiene efusión en el pericardio. El corazón está comprimido. Con razón no podías oír nada. ¿Estás segura de que no tenemos ningún anestésico?
-Absolutamente.
-¡Maldición!, voy a tener que entrar en frío.
Ordenó a Denise que le ayudara a Yohannes a sujetar a la joven paciente, después trató de recuperar su antigua valentía y dijo a medias en voz alta:
-Vamos, Dalessandro. Sólo entra y hazlo rápido.
Un momento después la niña gritó de dolor cuando Silvia introdujo una aguja debajo del esternón y aspiró con rapidez un líquido turbio. En cuestión de segundos, la compresión se alivió y la pequeña empezó a respirar con normalidad. Silvia se inclinó, acarició la frente de la pequeña y dijo con suavidad:
-Siento mucho haber tenido que actuar así, pero no podía hacerse de otro modo.
ESA NOCHE, François Pelletier llamó al orden a nuestro grupo, cuyo ánimo había decaído.
-Voy a ser breve, muchachos -empezó-, porque sé que todos se mueren de ganas de salir a descubrir la bulliciosa vida nocturna de la región -estábamos demasiado exhaustos para concederle siquiera una sonrisa de cortesía-. Lo único que tengo que exponer esta noche -prosiguió- es cómo aprovechar al máximo los pocos medicamentos que los ladrones nos dejaron.
-¿Dijiste ladrones? -Maurice preguntó desconcertado.
-Bueno, aquí se llaman shifta. Pero sin importar cómo se les denomine, son los mismos traficantes del mercado negro que, a cualquier lugar a donde vamos, se las ingenian para despojarnos de nuestros medicamentos.
-Con todo respeto, François... -empecé a protestar.
-No mientas. Querrás decir sin respeto...
-Bueno, sin respeto entonces. Si sabías que iban a tratar de robarnos, ¿por qué no apostaste algunos guardias para que vigilaran el vehículo de suministros?
-Y, ¿qué crees que hice, Hiller? Por desgracia, los propios guardias se llevaron ayer el maldito camión.
Después de hacerme sentir como un insecto aplastado, se dirigió a los demás:
-De ahora en adelante tenemos que asignar prioridades, en especial a las cirugías.
Los murmullos de descontento se hicieron más fuertes mientras una lista escrita a mano circulaba entre nosotros. Maurice estaba intensamente pálido.
-No puedo creerlo -dijo y golpeó el papel para recalcar sus palabras-. Como veo las cosas, ya no tenemos lignocaína ni eritromicina, y sólo nos queda la mitad del halotano con el que empezamos. ¿Qué vamos a tratar así, François? ¿Acaso uñas enterradas de los pies?
Observé que además de las drogas importantes que había mencionado Maurice, todos y cada uno de los tubos de antibióticos oftálmicos también habían desaparecido. En el futuro inmediato, docenas de niños que diagnosticaríamos todos los días con tracoma quedarían sin tratamiento.
-¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que nos manden un nuevo surtido? -pregunté.
-No será antes de que nuestro personal en París cobre el seguro -respondió François-. Y no empiecen a molestarme acerca de los trámites burocráticos.
En ese momento, Silvia alzó la mano.
-Dígame, señorita FAMA -no disimuló su irritación.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
Sin esperar a que François contestara, todos sus compañeros gritaron casi al unísono:
-¡No!
Denise se atrevió incluso a preguntar con sorna:
-¿Vas a llamar al primer vuelo que salga, Dalessandro?
Pero Silvia ya no era la lánguida azucena que habían visto antes.
-Sé que no gozo de mucha popularidad en este momento y me disculpo con todos, en especial con Denise, por haber fallado esta mañana. Sin embargo, mi petición se debe a un intento legítimo por ayudar.
-Te escucho -dijo François con los brazos cruzados.
-Me gustaría llamar a mi padre.
Más refunfuñas, silbidos y abucheos. Quedaba claro que el equipo había encontrado un chivo expiatorio. Sus petulantes pretensiones de superioridad moral me indignaron. Me puse de pie y me apoyé en la mesa.
-Vamos, muchachos, cállense. Permítanle hablar.
Las mofas empezaron a disminuir de intensidad y Silvia dijo lo que tenía que decir.
-Siendo mi padre, como todos ustedes saben, un asqueroso cerdo capitalista, tiene relaciones con otros tipos de su calaña en la industria farmacéutica y tal vez podría agilizar el embarque de los medicamentos que necesitamos.
La primera respuesta fue el más absoluto silencio. Todas las miradas se clavaron en nuestro líder, cuya reacción fue benigna.
-Bueno, como bien diría un proverbio etíope: “Se necesita un shifta para atrapar a otro”. Así que, ¿por qué no le damos al superpapá una oportunidad?
Buscó en el bolsillo, sacó una llave y se la entregó.
-Mientras te ocupas de este asunto, pídele que nos envíe unas cajas de Chianti.
Silvia se las arregló para salir de la habitación con la espalda erguida, a sabiendas de que las burlas estallarían en su ausencia.
Tenía que ser forzosamente la típica burguesa -arremetió Denise-. Corriendo con papá.
-Bueno... Dale una oportunidad -espeté-. ¿No crees que necesitó armarse de valor para ofrecer la influencia de su padre? A pesar de todo, estoy convencido de que Silvia tiene de verdad lo que hace falta.
-Sí -Marta coincidió sarcásticamente-. Se llama dinero.
Después de transcurrido un tiempo, las risas desdeñosas se interrumpieron cuando Silvia reapareció. De repente, todo el mundo guardó silencio.
Gracias -expresó Silvia en voz baja a François, al mismo tiempo que le devolvía la llave-. Es probable que recibamos un embarque provisional hacia finales de la semana.
-¡Bravo! -mi compañero de cuarto, Gilles, gritó entusiasmado-. ¡Bien hecho, Silvia! A propósito, el diagnóstico que hiciste esta tarde fue muy acertado -su iniciativa provocó unos cuantos aplausos corteses, dados a regañadientes. No era una demostración de afecto, pero al menos los ataques hacia Silvia terminaron.
-Bueno, niños y niñas -proclamó François-. Nuestra reunión ha terminado. Vayan todos a dormir.
En cuestión de segundos, Silvia y yo nos quedamos solos, cada uno sosteniendo una vela. Ella sonrió, un poco nerviosa.
-Gracias por apoyarme.
-Muchas gracias por haber hecho lo que hiciste. Todo será muy distinto.
Se veía muy bella a la luz oscilante de las velas.
-¿Cómo van las cosas en Milán? -pregunté, tratando de parecer indiferente.
-Excelente... muy bien.
-¿Cómo está Nico?
-No pregunté.
De improviso me asaltó la duda respecto a la naturaleza del informe que Nino había presentado. Y cuánto sabría ya su patrón acerca de mí. Decidí no pensar más en ello. Al menos, así sería en ese momento.
-Vamos, Silvia. Se hace tarde. Apaga la vela.
-¿Por qué me miras de esa manera? -preguntó ella como si sintiera mi mirada fija en la mejilla.
-Porque quiero recordarte exactamente así.
Entonces, sin mediar otra palabra, extinguimos las llamas diminutas y nos quedamos juntos en la oscuridad.
Pasé el brazo por el hombro de ella y encendí mi linterna. Empezamos a caminar lentamente de regreso a su bungaló.
El complejo se encontraba en absoluto silencio, salvo por el graznido distante de las aves nocturnas, cuyos exóticos nombres sólo eran conocidos por gente como Gilles. Las cabañas y los árboles no eran más que sombras dibujadas a la luz de la Luna, y la temperatura había descendido hasta ser casi tolerable.
-¿Sabes una cosa? -murmuró ella-. Lo que empezó como el peor día de mi vida terminó como el mejor. Y sólo hay una razón -me apretó el brazo-. ¿Cómo podré agradecértelo?
-No fue nada -repuse.
Habíamos llegado a la puerta de su cabaña. Ella me miró.
-No quiero que este día termine.
Un momento después entramos y nos estrechamos a la luz de una sola vela.
Me es imposible expresar con palabras lo que sentí al tocar y besar a Silvia Dalessandro. O describir la perfección de mi mundo cuando nos abrazamos. De pronto, ella se detuvo.
-Tengo que decirte algo, Matthew -musitó ella-. Tengo miedo. Nunca he estado con un hombre.
Jamás lo hubiera imaginado de alguien tan refinada como ella. Sin embargo, por la expresión del rostro de Silvia, comprendí que era verdad. Por lo que saqué conclusiones respecto a lo que yo significaba para ella. Y fue así que hicimos el amor por primera vez en un cuarto pequeño de una cabaña ruinosa en una aldea apartada en Etiopía.
Cinco
No fue un sueño. Desperté durante la noche y vi que todavía estaba junto a Silvia. Que ella respiraba apaciblemente en mis brazos. Apenas podía creerlo. Se veía más bella que nunca. Quise besarla y, sin embargo, no me atreví a perturbar su sueño. Miré el reloj: eran más de las cinco. A través de la persiana improvisada de su ventana, logré vislumbrar la primera claridad del día que empezaba a irradiar en el cielo oscuro. Tenía que regresar.
Aunque traté de vestirme sin hacer ruido, Silvia abrió de repente los ojos, se incorporó de la cama y me miró a través del claroscuro de un nuevo amanecer. Al principio sólo me vio fijamente y después dijo:
-No.
-¿No qué?
-No te vayas, Matthew.
Me acerqué a ella.
-¿Quieres que todos se enteren?
-¿Qué más da? De todos modos lo adivinarán en mi rostro.
-Sí -repuse sonriente-. ¿Lo notas en el mío?
Ella asintió.
-De modo que puedes quedarte.
-No, no quiero que Gilles se ponga celoso -bromeé.
Mientras ella reía, logré liberarme de su hechizo y me obligué a hacer lo que sabía que era lo correcto.
Nuestra charada continuó durante casi cuarenta y ocho horas. Parecía que nuestros compañeros de equipo no habían advertido ningún cambio en nuestro comportamiento y disfrutamos de la intimidad. Entonces, a la tercera mañana, François nos envió a los dos en el camión de media oruga a atender al jefe de una tribu que estaba enfermo.
Cuando regresamos a la aldea, François esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
-Chicos, tuve que cambiarlos de ubicación. De ahora en adelante se alojarán en la cabaña once. Es decir, sí no les importa.
Silvia y yo entrecruzamos miradas.
-Claro que no -respondí a nombre de los dos-. Nos sacrificaremos -entonces recordé-: Oye, pero sólo hay diez cabañas.
-Bueno, algunos de nuestros enfermos convalecientes son maravillosos con las manos. Se las arreglaron para construir la más reciente urbanización residencial del complejo en un tiempo récord, mientras ustedes estaban fuera esta mañana.
No había duda de que así era. En su estilo, la estructura tenía una arquitectura clásica, que combinaba la leve inclinación de la Torre de Pisa con la forma rectangular de una cabina telefónica. Sin embargo, tenía la invaluable ventaja de encontrarse al otro extremo del almacén, apartado de todos los demás. A pesar de su aspecto humilde, era nuestro primer hogar. Silvia y yo permanecimos tomados de la mano, mirando la residencia recién construida.
-¿Estás contenta? -pregunté.
Ella sonrió.
-Te advertí que todo el mundo se daría cuenta.
-A mí me parece bien. Nos ahorra la molestia de tener que contárselo.
EL PADRE DE SILVIA sabía cómo lograr que las cosas ocurrieran. Antes del fin de semana, los helicópteros de una plataforma de exploración petrolera situada en el archipiélago Dahlak trasladaron los nuevos embarques de medicamentos desde el aeropuerto de Asmara y los entregaron a salvo en nuestro patio trasero. Los pacientes se acercaron en tropel gritando vivas y bailaron una danza de bienvenida en honor de los pájaros que levantaban remolinos de polvo y nos traían la salud. Nosotros, por nuestra parte, celebramos el acontecimiento realizando cirugías y administrando doxiciclina a los pacientes con tracoma.
Sólo el ritmo al que trabajábamos hacía tolerable la situación. Simplemente no había tiempo para horrorizarse por las atroces enfermedades que enfrentábamos. Con excepción de las horas de guardia, Silvia y yo pasábamos juntos cada momento del día. En cuanto a los demás, la agotadora monotonía cotidiana terminó por provocarles un desgaste inevitable. Para nosotros, en cambio, el tiempo era una repetición infinita de entera felicidad. Sin embargo, las pérdidas inaceptables que sufríamos todos los días hicieron sentir sus efectos, incluso en nosotros.
Yo era capaz de exorcizar el dolor que sentía ejercitándome en mi piano de mentirillas, pero Silvia no tenía otro escape y necesitaba hablar sobre sus sentimientos. Solía llegar a casa, ponerse una bata y apresurarse a ir a las duchas provisionales al aire libre. Al regresar, se sentaba en la cama cerca de mí, mientras yo tocaba febrilmente, con el instrumento colocado sobre las rodillas. Sin música, no había forma de que ella supiera qué pieza practicaba, de modo que le expliqué:
-Es el último movimiento de la sonata Claro de Luna, de Ludwig van Bcethoven. Quienquiera que la haya bautizado con ese nombre tan tonto jamás oyó esta parte -entonces volví a entregarme a los arpegios vehementes y acordes estruendosos con toda la energía del cuerpo.
-La interpretaste muy bien -aprobó ella al tiempo que me besaba el cuello por detrás-. Con una dedicación total -sonrió-. En ocasiones también oigo la música.
Entonces yo dejaba de tocar y hablábamos de las cosas que nos habían ocurrido durante el día. Era la única manera de conservar la cordura.
Puesto que el refectorio era la única construcción recreativa que contaba con luz eléctrica, todos nos quedábamos ahí después de la cena a leer los diarios publicados hacía una semana, escribir cartas, charlar de cosas sin importancia o, es cierto, también a fumar. La presión era verdaderamente brutal y uno o dos de nosotros habíamos caído en nuestros viejos hábitos. A menudo, intentábamos captar las noticias del Servicio Mundial de la BBC por el radio de onda corta. Escuchábamos con avidez, en especial cuando mencionaban la lucha de los rebeldes de Eritrea por independizarse de Etiopía. Parecían saber más en Londres que nosotros mismos acerca de lo que ocurría en nuestras narices.
Los otros doctores no tenían vida social que valiera la pena mencionar. Por ello, cuando los últimos lectores habían intercambiado sus últimas ediciones de bolsillo, no quedaba nada más para pasar el tiempo que chismorrear. Poco a poco nos enteramos de la vida de los demás, las aventuras y los percances que nos habían reunido en aquel oasis de aburrimiento. A medida que el tiempo transcurría, algunas frases, como “cuando regrese a París”, empezaron a deslizarse en las conversaciones cotidianas. De vez en cuando teníamos que recordarnos unos a otros el idealismo que nos había llevado originalmente a ese lugar remoto y atribulado.
Una noche de principios de mayo oímos por la radio que Aldo Moro, ex primer ministro de Italia, a quien habían secuestrado en marzo, había sido asesinado por terroristas de izquierda. Silvia estaba muy impresionada. No sólo trajo a la mente los estremecedores recuerdos de la muerte de su madre, sino que Moro había sido un amigo personal de su padre.
Traté de consolarla.
-Por lo menos estás a salvo de ese tipo de cosas aquí -le prometí no volver a escuchar las noticias-. Bien podríamos aprovechar que estábamos en medio de la nada. Ya tenemos bastante con preocuparnos por nuestros pacientes.
Ella asintió y me apretó la mano.
-Tienes razón. Debemos atesorar estos momentos -para mí, esas palabras tenían un dejo de tristeza. Sirvieron para recordarme que el idilio no perduraría.
De vez en cuando me atrevía a cavilar sobre el futuro, pero se asomaba lleno de dolor. No había manera de concebir una vida en el mundo real en la que pudiéramos estar juntos. Me refiero a que ¿acaso Silvia iba a regresar conmigo a Dearborn y practicar la medicina? No era probable. ¿Iría yo a Italia? No era capaz de imaginar que sería bien recibido en los círculos sociales de Milán. Empecé a creer que sólo éramos juguetes de un destino cruel. Fue imposible ocultarle esos sentimientos a Silvia, que de inmediato confesó que también a ella la atormentaba el mismo espectro de la separación.
-Quiero decir que somos muy felices ahora -insistí-. ¿Por qué no podemos continuar viviendo asi para siempre?
-Estoy de acuerdo.
Al principio no creí haber oído bien.
-Todo es perfecto ahora -discurrió ella-. ¿Por qué no podemos quedarnos aquí en África? Tendríamos por delante toda una vida de trabajo.
-¿Hablas en serio, Silvia? ¿Te refieres a que en verdad renunciarías a todo tu mundo?
-El amor y el trabajo son lo único que importa, Matthew. Mi mundo comienza y termina en este preciso lugar.
-Bueno, me gustaría compartir mi vida contigo, si estás segura de que eso es lo que quieres en verdad.
-Eso es lo que quiero en verdad.
-Entonces, ¿quieres casarte conmigo?
-Tengo tres palabras que responder a eso: sí, sí y sí -los ojos oscuros de Silvia resplandecieron mientras me abrazaba-. ¿Por qué no vamos a ver a un sacerdote? ¿Tal vez en Asmara?
-No tengo inconveniente -no importaba cómo nos casáramos en tanto lo hiciéramos. Me ofrecí a llamar a la catedral católica de Asmara para solicitar una cita. ¿Cuándo quería ir ella?
-Cuanto antes mejor -replicó Silvia-. En realidad, ahora que ya nos decidimos, me sentiría mejor si nos presentáramos ante mi padre con un hecho consumado. No puedo explicarlo. Es tan sólo mi intuición.
Sabía que ella tenía razón. Mientras más tiempo esperáramos, mayores serían las probabilidades de que, de un modo u otro, los rumores llegaran hasta ese hombre tan poderoso que estaría dispuesto a mover cielo y tierra, y sin duda Eritrea, para alejar a su hija de mí.
Sin mencionar nada acerca de nuestro motivo, solicitamos a François su autorización para tomar una licencia que hacía mucho nos debía para ir a Asmara.
-Por supuesto -aceptó de buena gana-. Y asegúrense de ir al restaurante del sexto piso del Hotel Nyala. Las mesas están dispuestas tal como si fueran pequeñas tiendas de campaña.
Dos días después partimos a las siete de la mañana, y mucho antes del mediodía nos encontrábamos en las afueras de la capital de Eritrea, a mil quinientos metros más de altura. El cambio de clima fue espectacular. Habíamos salido del infierno del verano para recibir de lleno la primavera. A medida que entrábamos en la ciudad, experimentamos un choque cultural. Después de pasar tanto tiempo en las yermas planicies africanas, de pronto nos topamos con lo que parecía ser un sector de Milán. Y no sin razón. La mayor parte de la arquitectura databa de la conquista italiana de la ciudad en 1889, después de la cual se había convertido en el asiento del imperio africano de Italia.
Asmara, que significa “bosque de flores” hacía honor a su nombre, ya que las buganvillas y jacarandáes engalanaban la ciudad por todas partes. Las calles estaban inmaculadas, había pequeños cafés al aire libre y tiendas de verdad en lugar de los mercados ambulantes con telas colocadas sobre la acera. Sin embargo, nuestro destartalado camión de media oruga no se veía fuera de lugar. Casi la mitad del tránsito estaba compuesto de vehículos tirados por caballos.
Fuimos directamente a la catedral católica, una estructura enorme al estilo italiano que dominaba los alrededores. Puesto que faltaban unos minutos para la cita, paseamos por el interior y de pronto me distrajo algo maravilloso, las semanas de añoranza que había pasado se convirtieron en un deseo realizado cuando menos lo esperaba. Sin detenerme a pedir permiso, me encontré sin tardanza tocando los registros del órgano de la catedral.
Como era lógico, tenía que tocar la grandiosa Fuga en sol menor de Bach, y cuando los primeros compases empezaban a elevarse al cielo, una voz sonora retumbó sobre la música poderosa.
-¿Puedo preguntar quién es usted? -exigio.
Estaba tan extasiado por tocar de nuevo que tal vez mi respuesta fue un poco irrespetuosa.
-En este momento no soy nada sino un humilde servidor de Johann Sebastian Bach. Tenemos una cita con el vicario general Yifter. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
-Soy yo -afirmó el hombre-. Bienvenidos, hijos míos -y agregó en tono grandilocuente-: Es obvio que las alas del amor los han traído hasta aquí temprano. ¿Quieren acompañarme?
Como casi todos sus compatriotas, monseñor Yifter no era alto, aunque se veía considerablemente más entrado en carnes que la gente de Adi Shuma. Le colgaban un poco los carrillos, comenzaba a quedarse calvo y usaba gafas muy ajustadas, lo que le daba un aire de inteligencia aguda. Había un servicio de café para tres personas en su despacho tapizado de libros. Mientras nos sentábamos, no pude dejar de advertir la proliferación de textos en latín.
-De modo que, hijos míos, se encuentran muy lejos de casa. ¿Se conocieron en África?
-No, monseñor. Nos conocimos hace tres meses en París, mientras nos capacitábamos para el viaje.
-¡Ajá! -exclamó el clérigo-, entonces no se conocen desde hace mucho.
-Supongo que en fríos términos cronológicos es poco tiempo -respondí por los dos-. Pero hemos convivido desde entonces, y con eso quiero decir que trabajamos juntos día y noche. Creo que en estas circunstancias, es posible llegar a conocer muy bien a cualquier persona.
- ¡Ah, sí! -concedió monseñor Yifter-. Las noticias del magnífico trabajo que realizan han llegado hasta aquí. Debo felicitarlos. Ahora, ¿les parece bien que comencemos? -se retrepó en su sillón, cruzó los dedos y miró a Silvia-. El matrimonio es una decisión muy seria, señorita Dalessandro. Y es, por supuesto, un lazo eterno e inquebrantable.
Silvia me miró. Mi expresión transmitía una impaciencia que iba en aumento ante la actitud condescendiente del sacerdote.
Ella se volvió y dijo en tono conciliador:
-Lo comprendemos perfectamente, monseñor. Por ello hemos venido a ponernos en sus manos. Asistí a la escuela de Saint Bartholomew en Wiltshire.
Pareció agradarle lo que oyó y respondió directamente a Silvia.
- ¡Ah!, vamos.
¿Qué demonios significaba eso?
Silvia aprovechó para presionarlo.
-¿Entonces nos casará?
-Por supuesto, Por supuesto, todo a su tiempo. Sin embargo, es una práctica de la iglesia preparar a las parejas para el matrimonio mediante una serie de cinco o seis visitas. ¿Están dispuestos a venir a verme todos los meses?
No estaba seguro, pero creí entender que acababa de aplazar nuestra boda medio año. Me equivocaba.
-En este caso, uno de los contrayentes no es católico -me miró-. ¿Está dispuesto a recibir instrucción?
-Sí. Y también entiendo que no tengo que convertirme al catolicismo luego de recibir la instrucción si decido no hacerlo.
-Así es, siempre y cuando acepte criar a sus hijos dentro de la fe católica.
Durante una fracción de segundo no reaccioné. Ya le había dicho a Silvia que estaba dispuesto a tener hijos católicos, pero no me agradaba que ese sujeto me presionara. A pesar de ello, comprendí que había sólo una palabra que nos sacaría de ahí, de modo que la pronuncié.
-Sí.
-Excelente. Estoy seguro de que para alguien con su educación eso no implicará más de tres meses adicionales.
Por lo tanto, se trataba de un retraso de nueve meses. Sólo asentí con la cabeza.
-Espléndido -se puso de pie-. Entonces, ¿les parece a esta misma hora?
- Sí, monseñor -repuso Silvia cortésmente.
-Muy bien, nos veremos el... -buscó en el bolsillo de su sotana y sacó un diario empastado en cuero fino. Hojeó las páginas con atención y luego propuso-: ¿Les parece que nos reunamos de nuevo el veinticuatro?
Faltaban tres semanas para esa fecha.
-Muy bien - Silvia contestó por los dos y con eso me tomó del brazo y me llevó afuera. En el instante en que nos alejamos y ya no podía oírnos, susurró:
-Respira hondo, Matthew. Respira hondo. Espera hasta que salgamos a la calle.
Para llegar al automóvil, tuvimos que caminar por el atrio de la catedral. En ese momento llamó nuestra atención la placa de bronce colocada en la pared de la parte posterior. Estaba fechada en 1922 y conmemoraba a los benefactores originales de la iglesia. Incluía nada más ni nada menos que a Vincenzo Dalessandro, fundador de la Corporación FAMA.
-Vaya, eso lo explica todo -comenté con sarcasmo-. ¿Sabías que ésta era la capilla familiar?
-Desde luego que no. Si lo hubiera sabido, ¿crees que me habría atrevido a proponerla?
Ella me miró con esos ojos hermosos y preguntó con ternura:
-¿Todavía quieres casarte conmigo?
-Por supuesto, Silvia. En cualquier parte, menos aquí.
Nuestras experiencias en las embajadas italiana y estadounidense fueron el polo opuesto. Los funcionarios locales se comportaron muy amables y prometieron hacer todo lo que estuviera en sus manos a fin de agilizar los respectivos permisos gubernamentales para casarnos en el extranjero. Ambos nos aseguraron que podríamos programar el acontecimiento en dos semanas.
A riesgo de desilusionar a François, cancelamos nuestra reservación para esa noche en el Hotel Nyala y tomamos un café exprés en el Café Park antes de volver al campamento.
-¿En qué piensas, Matthew? -preguntó Silvia.
-Cuánto tiempo tardará tu padre en detenernos.
Ella me tomó de la mano.
-No seas tonto. Nada podrá separarnos jamás.
-No estés tan segura.
-Sé realista. Tenemos más de veintiún años. ¿Cómo podría detenernos?
-Silvia -respondí-, con las relaciones de tu padre, sin duda podría enviarte a la primera misión espacial italiana a Marte.
De regreso en casa esa noche, hicimos el amor apasionadamente durante horas. Después, Silvia susurró:
-Matthew, da lo mismo.
-¿Cómo?
-Ya estamos casados.
La estreché con fuerza. Nada más importaba en realidad.
-NO, FRANÇOIS, NO puedes obligarme a hacer esto.
Si hubiéramos estado en el ejército, me habrían sometido a una corte marcial por desacato. Cuando me comprometí con esa misión, pensaba que no había tarea demasiado odiosa o perturbadora, pero me equivoqué. Descubrí que era incapaz de apuntar un arma a otro ser humano y tirar del gatillo. Irónicamente era François, nada menos, el que ponía a prueba mi pacifismo.
-Matthew, tienes que ser realista. Hay una guerra apenas a cien metros de estas rejas. Es posible que te veas en la necesidad de tener que proteger la seguridad de tus pacientes.
Sin embargo, el lenguaje corporal traicionaba sus verdaderos sentimientos. Por la cautela con que balanceaba la pistola automática calibre .38 en los dedos, pude darme cuenta de que sentía una profunda aversión a sostener un instrumento mortal en la mano que había sido entrenada para salvar vidas.
-Te diré una cosa. Para mitigar la culpa, te propongo un compromiso. Aprende a usar esta cosa y difiere la decisión de dispararla hasta que tengas que enfrentar cualquier problema -hizo una pausa, respiró con exasperación y luego agregó-: Al menos prométeme que considerarás la opción.
Me di por vencido. A las seis y media de la mañana, durante las siguientes dos semanas, todos nos reunimos en un rincón apartado del complejo, mientras François nos enseñaba cómo despachar con precisión despiadada a tres muñecos de cartón que semejaban personas y tenían pegados círculos concéntricos en el corazón.
Habíamos llegado en 1978, exactamente cuando la guerra civil entraba en una etapa nueva y peligrosa. Los siempre intrépidos soviéticos habían irrumpido en la escena para rearmar al régimen etíope. Su vasto potencial de fuego había cambiado el curso de los acontecimientos en contra de los rebeldes de Eritrea, causando estragos y sembrando la muerte por todas partes.
Esos reveses desplazaron a una enorme cantidad de gente y los enviados de los organismos de ayuda de las Naciones Unidas trabajaban febrilmente para levantar los campamentos de refugiados. El más reciente en nuestra zona, a poco más de sesenta kilómetros al este de Kamchiwa, contaba apenas con dos enfermeras, equipo de primeros auxilios y algunas sustancias básicas para resistir, como los electrolitos que componen los sueros para el tratamiento de la inevitable disentería, que cobraba numerosas víctimas, en especial entre los niños. Puesto que constituíamos el equivalente más cercano a un hospital, enviábamos con regularidad a un par de médicos que se encargaba de atender los casos más urgentes entre los refugiados.
Aunque no parecía temerario en esa época, Silvia y yo deseábamos realizar juntos todos esos viajes. Para nosotros, combinaban la oportunidad del altruismo con el disfrute de la compañía mutua durante las horas de camino. Sin embargo, estábamos conscientes de que el viaje extrañaba ciertos peligros. Las tropas etíopes, los rebeldes y los shifta comunes y corrientes libraban batallas sin sentido todos los días para ganar territorios.
Estábamos por partir a nuestro tercer viaje a Kamchiwa. En los últimos momentos de preparación, François y Marta nos ayudaron a verificar los suministros que habíamos cargado en la parte posterior de nuestro desgastado vehículo de media oruga. Sin hacer ningún comentario, François sacó la pistola del compartimiento de guantes y comprobó que estuviera cargada.
Como era lógico esperar de la heredera universal de FAMA, Silvia condujo con brío. Si se lo hubiera permitido, habría permanecido al volante todo el camino. El clima de las primeras horas de la mañana era templado y conducir se asemejaba vagamente a un placer.
Silvia parecía abstraída.
-¿Crees que alguna vez regresemos? -preguntó.
-¿Adónde?
-Tú sabes, a nuestros lugares de origen.
-Sí. Para la boda de nuestro primer nieto. Sonrió.
Después de dos horas de trayecto, el aire ya se sentía como un horno. Al llegar a un grupo de eucaliptos, pedí a Silvia que se detuviera. Bebimos té con miel, como parte de la receta del hermano François para tragar las pastillas de sal y evitar la insolación, y enseguida me hice cargo de la tarea de conducir. Pocos minutos después, el camino se abrió a una gran extensión de terreno elevado. Nos habían advertido que esa topografía era la más peligrosa, ya que los posibles agresores podrían vernos sin que nos diéramos cuenta. Pero entonces éramos jóvenes y estábamos enamorados y, además, ¿quién diablos iba a querer lastimarnos?
Un instante después lo averiguamos. Al principio sonó como un trozo de grava. ¿En medio de la nada africana? Obviamente, me negaba a creer que lo que había agujerado el flanco derecho del capó era una bala. Pero entonces, el vapor proveniente del radiador perforado empezó a salpicar con un silbido estrepitoso por todas partes. Lo único que pude hacer fue mantener el control del vehículo y detenerlo.
-¿Qué fue eso? -preguntó Silvia, asustada.
-No preguntes qué -la corregí-, sino quién.
Sentía que las venas palpitaban en las sienes cuando busqué en el compartimiento de guantes, tomé la pistola y bajé del automóvil para ver qué ocurría. En ese momento, me topé cara a cara con nuestros agresores: dos combatientes enjutos y fuertes, de piel color caoba, con bandoleras cruzadas al pecho. Su actitud era muy amenazadora y sostenían en las manos lo que hasta yo reconocí como rifles rusos.
Como siempre, la parte intelectual de mí se impuso y traté de entablar conversación con ellos.
-¿Qué quieren? -gruñí de la mejor manera que pude en la lengua de Tigré. El corazón me latía con tal violencia en el pecho que temí no oír su contestación. Por un segundo, se sorprendieron de que un “gringo” hablara su idioma. El más alto de los dos me miró con enojo.
-¡Vengan con nosotros! -gritó furioso.
Por ningún motivo en este mundo iba a permitir que esos sujetos se llevaran a Silvia. Para ello, tendrían que pasar literalmente sobre mi cadáver.
- ¡Apártense de nuestro camino! -grité, al tiempo que añadía algunas maldiciones que había aprendido de nuestros pacientes que sufrían dolores intensos. El variado vocabulario en lengua vernácula los detuvo de nuevo momentáneamente. Ordené a gritos a Silvia que se pasara con rapidez al asiento del conductor y me avisara cuando estuviera lista para embragar las velocidades. Silvia estaba a todas luces conmocionada.
-No, Matthew. Tal vez será mejor que hagamos lo que nos están ordenando.
-Escúchame -espeté, tratando de hacerla reaccionar-. No querrás ser su prisionera. ¡Haz lo que te dije ya!
En ese momento, uno de los sujetos que nos habían emboscado hizo una señal con el rifle para indicarme que me acercara. Me rehusé a moverme, aunque sabía muy bien que él estaba a punto de disparar el gatillo.
-¡Apresúrate, Silvia! -volví a gritar. Aun no se producía ninguna reacción adentro del vehículo.
Los ojos del hombre lanzaban miradas terribles y no cabía la menor duda de que sus intenciones eran homicidas. En ese momento, me convertí en una criatura guiada por los instintos, un animal dispuesto a proteger a su compañera a toda costa. Una bala me pasó zumbando por la oreja, cortando así mi último vínculo con la civilización. En un arrebato de furia, apunté la pistola y disparé al pecho del hombre. Estuve muy cerca de herirlo cuando cayó sobre las rodillas para esquivar el tiro. Antes de que lograra ponerse de pie, salté al estribo. De pronto, divisé a otro pistolero al otro lado del camino. Levantaba el rifle hasta la altura del hombro y apuntaba directamente a Silvia.
Disparé por instinto. Él retrocedió. ¡Dios mío! Acababa de matar a un hombre. Fue el momento más horripilante de mi vida y, sin embargo, no tuve tiempo para pensarlo dos veces. Con rapidez alargué la mano, sacudí a Silvia y grité su nombre a voz en cuello. Esto la sobresaltó y la hizo volver en sí. De repente, reaccionó, hizo el cambio de velocidad y nos alejamos.
Para entonces, una lluvia de balas caía sobre nosotros desde ambos lados. Mientras ganábamos velocidad, vacié mi pistola contra el enemigo. En el siguiente segundo, sentí que algo se desgarraba en la sien. El interior de la cabeza empezó súbitamente a destellar como si fuera el cuatro de julio. En ese momento, todo se oscureció.
Seis
Verano de 1978
Los rayos del Sol se filtraban con suavidad por la ventana y me acariciaban el rostro mientras lentamente recobraba la conciencia. Poco a poco, me di cuenta de que me encontraba en una especie de cama de hospital. Me dolía la cabeza y me habían puesto suero intravenoso en el brazo. De pie, junto a mí, con el rostro exhausto y agobiado por la preocupación, estaba mi madre. ¿Qué hacía ahí? ¿Dónde me encontraba?
Mi madre experimentó un alivio enorme cuando abrí los ojos.
-Matthew, ¿comprendes lo que te digo? -preguntó de manera angustiada.
Aunque apenas despertaba, mi reacción instantánea fue:
-¿Dónde está Silvia? -traté desesperadamente de hablar, tragaba aire, pero era incapaz de emitir sonidos.
Sentí el roce afectuoso de una mano sobre la mía y oí la voz de mi hermano.
-Tranquilízate por favor, Matthew -aconsejó-. Has pasado por una prueba muy difícil. Podrás vanagloriarse con tus nietos de que te dispararon en la cabeza y viviste para contarlo.
Al fin, me las arreglé para pronunciar las palabras.
-Chaz, ¿ella está bien? ¿Logró escapar?
Al parecer no comprendió mi pregunta y sólo respondió con voz tranquilizadora:
-Trata de calmarte. Lo principal es que te encuentras bien.
-No, eso no es lo principal -protesté, al tiempo que me agitaba cada vez más.
Un hombre bajo y fornido, de cabello canoso, vestido con una bata blanca, entró en mi campo de visión e interrumpió la plática. Hablaba en inglés con acento extraño.
-Doctor Hiller, ¿sabe dónde se encuentra?
En ese momento ni siquiera estaba seguro de saber quién era.
Una vez más con su acento peculiar, el caballero explicó con amabilidad:
-Soy el profesor Tammuz. Usted se encuentra en el Hospital de la Universidad de Zurich. Hace cinco días lo internaron con una bala alojada en el hueso esfenoides, muy cerca del cerebro. Su estado era muy grave. Lo operé de inmediato y me complace ver que está de regreso con nosotros.
Estaba aturdido, pero lo que oía no ayudaba a que las cosas me parecieran más coherentes.
-¿Cómo llegué aquí?
-Parece que te transportaron en una ambulancia aérea privada -intervino Chaz.
Miré con desesperación al profesor.
-¿Quién más estaba conmigo?
-Un joven neurólogo y una enfermera.
-¿No venía una chica italiana? -pregunté con mirada suplicante al profesor-. Me refiero a que tenía que venir. Silvia estaba conmigo. Sé que estaba ahí. Es hermosa, de cabello oscuro, de un metro setenta y cinco de estatura aproximadamente.
-Creo que no venía nadie más en el avión -Tammuz repitió con el tono tajante de un cirujano experto.
Aún no sabía si Silvia seguía con vida. La sola idea de que le hubiera ocurrido algo acongojó mi alma.
-Chaz -miré a mi hermano-. ¿Cómo supieron ustedes dónde estaba?
-Recibimos una llamada de un médico de Milán. Nos informó que te habían herido y que iban a enviarte a Zurich para que te operara el mejor neurocirujano del mundo. Por lo que he visto hasta ahora, todo lo que nos dijo resultó cierto.
En ese momento el profesor volvió a intervenir.
-¿Recuerda lo que ocurrió antes de que le dispararan?
Traté de pensar. Sin embargo, el esfuerzo mental que implicaba para mí recordar los sucesos más recientes me resultaba indescriptiblemente difícil.
-Había dos sujetos... tres. Tenían rifles. Trataron de tomarnos prisioneros. Abrieron fuego. Respondí al tiroteo. Creo que herí a uno de ellos -aun en ese momento, no fui capaz de confrontar la posibilidad de que hubiera matado a otro ser humano. De pronto grité en el vacío-: Silvia Dalessandro estaba conmigo cuando nos atacaron. Por favor, ¿podría alguien decirme qué le ocurrió?
Mi madre respondió, dejando translucir su preocupación.
-Matthew, no sabemos nada más que lo que el doctor ya te dijo. Allá en casa vi una pequeña nota en los noticiarios. Decía que habían herido de bala a un voluntario estadounidense en Eritrea. No mencionaba a ninguna otra víctima.
La desesperación se apoderó de mí.
-No es posible -estallé víctima de la desesperación-. No puede haber desaparecido así como así.
-Tal vez el doctor Pelletier sepa algo más -ofreció Chaz para tratar de calmarme-. Llamó por teléfono ayer y prometimos informarle en cuanto despertaras.
Tardamos casi dos horas en comunicarnos a Eritrea, pero al fin oí la voz de François, que sonaba como a través de una cortina de estática.
-Me da un gusto enorme que hayas recobrado la conciencia, Matthew. Admiro tu valentía, pero dime, ¿qué se apoderó de ti para hacer tal despliegue de heroísmo barato?
-Basta ya, ¿quieres? ¿Silvia está viva o muerta?
Vaciló un segundo y luego respondió en tono inexpresivo.
-Está viva, por supuesto, gracias a ti. Ella fue la que te trajo de regreso a la aldea.
-Entonces, ¿dónde está?
-A decir verdad, Matthew, no lo sé. La última vez que la vi, te sujetaba de la mano cuando te subieron al helicóptero.
-¿Qué helicóptero?
-Uno de esos helicópteros italianos de la plataforma petrolera en el Mar Rojo, que nos ayudaron a transportar los medicamentos desde el aeropuerto. ¿Recuerdas? Silvia vino a recogerte y se fue contigo. Quiero decir, hombre, ¡le salvaste la vida!
-François, ¿tienes su número de teléfono en Milán?
-Sí, pero dudo mucho que te sirva de algo.
¿Qué sabía él que no quería decirme?
-Dámelo de todos modos.
Le pasé el auricular a Chaz, que anotó una serie de dígitos que François le dio. Después me despedí rápidamente y ordené a mi hermano que me comunicara enseguida a ese número.
Un hombre con voz ronca contestó.
-¿Puedo hablar con Silvia Dalessandro? -pregunté cortésmente en italiano.
-Lo siento, señor -respondió de manera lacónica.
No logré siquiera arrancarle si Silvia estaba ahí o no. Como último recurso, decidí jugarme el todo por el todo.
-¿Puedo hablar con el señor Dalessandro, por favor?
-Prègo?
-Mire, no se haga el tonto. Comuníqueme con su jefe. Se trata de su hija... a la que le salvé la vida.
Por alguna razón esto lo impresionó. Me pidió que esperara. Unos momentos después, un caballero que hablaba inglés con el tono de un locutor de la BBC tomó el auricular.
-Buenas noches, doctor Matthew Hiller. Habla Dalessandro. Sinceramente no sé cómo darle las gracias por lo que hizo. Me complace mucho saber que se encuentra mejor. Estuve muy preocupado hasta que me informaron sobre el último parte médico.
Algo me indicó que sólo disponía de muy poco tiempo, así que fui directamente al grano.
-¿Dónde está Silvia?
-Estuvo muy alterada, Matthew -la respuesta tenía un tono suave como la seda-. Estoy seguro de que lo entiende.
-¿Puedo hablar con ella?
-No creo que éste sea el momento.
-Bueno, ¿cuándo cree usted que sea el “momento”?
-Me parece que será mejor no continuar con esta conversación -respondió en tono cortés, pero firme-. Adiós, doctor.
Me invadió el presentimiento de que ésa iba a ser la última vez que tuviera comunicación con la familia Dalessandro, así que resolví aferrarme con tenacidad y desahogarme-. ¡Maldición, señor Dalessandro! ¿Acaso no se da cuenta de que probablemente maté a un hombre por ella?
Contestó sin perder la compostura:
-Matthew, siempre estaré agradecido con usted por salvar la vida de mi hija.
Y después colgó.
Me dejé caer en la almohada, abatido por el dolor, y deseé que la bala que me había perforado el cráneo hubiera cumplido con su cometido.
EN ITALIA: “MATRIMONIO REAL” QUE UNE DOS DINASTÍAS
MILÁN, 4 de agosto de 1978.- Lo más parecido a una boda real que pudiera ocurrir en la Italia moderna tuvo lugar el día de hoy en Milán. El matrimonio unió al soltero más codiciado de todo el país, Niccolo Rinaldi, de cuarenta y un años, hijo y heredero universal del presidente de la corporación transnacional METRO, y a la doctora Silvia Dalessandro, de veinticinco años, hija del director del poderoso conglomerado FAMA.
Los observadores pronostican que esto conducirá de manera inevitable a la fusión de empresas más grande en la historia de la industria italiana.
La ceremonia se celebró en privado y asistieron sólo los parientes más cercanos. La novia, originaria de Milán, se educó en la escuela de Saint Bartholomew en Wiltshire, Inglaterra, y obtuvo su título de medicina en la Universidad de Cambridge. La pareja residirá en la ciudad natal de ambos.
Ingenuamente, mi madre y Chaz al principio trataron de ocultarme la noticia. No comprendían que al mundo entero le fascina ese tipo de acontecimientos como si fueran cuentos de hadas. La boda se transmitió por todos los canales de televisión del hospital, de modo que la vi en innumerables ocasiones.
Durante las semanas que siguieron, mis emociones oscilaron entre la incredulidad y la paranoia. En el colmo de mi locura imaginé que el padre de Silvia había contratado a esos matones para asesinarme y llevársela sigilosamente a Italia. Pero la mayor parte del tiempo me sentía perplejo. No sabía qué pensar con exactitud acerca de Silvia, del mundo o de mí mismo.
A última hora de la tarde, tres días antes de que me dieran de alta, me encontraba sentado junto a la puerta abierta de la terraza, tratando de leer y tomar un poco de aire fresco. La enfermera entró de repente para anunciar la aparición de una visitante inesperada, una joven que se había identificado sólo como “Sarah Conrad, amiga de una amiga”.
Sin lugar a duda era bonita, tenía el cabello castaño, corto y brillante, mirada dulce y voz suave. Su acento, que denotaba su educación inglesa, me indicó de inmediato quién era. Presentí la razón de su visita y pedí que nos dejaran a solas. Ella me miró, un poco inquieta, pensé, y al fin preguntó:
-¿Se encuentra bien?
-Eso depende de quién pregunta -contesté con recelo-. ¿Ella la envió?
Sarah asintió.
-¿Asistió usted a la boda?
-Sí.
-¿Por qué lo hizo?
-No lo sé. No estoy segura de que ella misma lo sepa. Supongo que casarse con Nico fue siempre su destino -parecía meditar cada sílaba que pronunciaba con sumo cuidado.
-Pero eso fue antes de París... antes de África.
Al principio, no contestó. Se sentó en el borde de la silla como una colegiala remilgada, con los puños juntos y apretados. No se atrevió a verme a los ojos, pero por fin sacó un sobre. Se puso de pie, me lo entregó y se dispuso a marcharse.
-No, espere -grité y luego añadí disculpándome-, por favor.
Ella tomó asiento de nuevo, un poco nerviosa, mientras yo rasgaba el sobre.
Mi queridísimo amigo:
Te debo mi vida y una explicación. Siempre estaré agradecida por haber pasado un período breve de mi vida con alguien tan maravilloso como tú. Sólo desearía que el final hubiera sido diferente. Como están las cosas, únicamente puedo decir que hice lo que consideré correcto. Para los dos. Por favor, olvídame. Estoy segura de que hallarás la felicidad que mereces. Atesoraré la alegría de nuestro encuentro durante el resto de mi vida.
Con amor,
Silvia
Hasta ese momento, me di cuenta entonces, no había perdido por completo la esperanza. Pero la propia mano de Silvia había destruido el último refugio de mis falsas ilusiones.
-Dígame con sinceridad, ¿cómo la obligaron a casarse con él?
-No le apuntaron con una pistola a la cabeza -mi visitante contestó casi en un murmullo; enseguida se ruborizó, evidentemente lamentando la elección de la metáfora que había escogido. Se puso de pie.
-Fue un placer conocerlo -musitó con torpeza-. Quiero decir que me da gusto saber que está bien.
-¿Puedo darle algún tipo de respuesta para que se la lleve?
Ella hizo un gesto de impotencia.
-¿De modo que así están las cosas? -pregunté tanto a ella como a mí mismo-. ¿Nos conocimos, nos enamoramos y luego ella simplemente desaparece del planeta?
-Lo siento, Matthew -susurró Sarah.
Luego se fue. Entonces, me quedé solo con las últimas palabras de Silvia.
CUANDO POR FIN consideró que me encontraba en buenas condiciones para salir del hospital, el profesor Tammuz me dio órdenes estrictas de tomar las cosas con calma y evitar las situaciones de tensión.
Chaz y yo llevamos a mi madre al aeropuerto. Ella me abrazó para despedirse y abordó con cierta renuencia el avión de regreso a Michigan. Dos horas después, mi hermano y yo habíamos abordado un tren que avanzaba a toda velocidad por la hermosa campiña suiza.
-Dime, ¿a qué lugar me llevas? -pregunté muy enojado. Chaz soportó con la paciencia de un santo este comportamiento intolerante que hacía que yo le pusiera peros a todo lo que él sugería-. En Suiza hay dos cosas que abundan: los relojes de cucú y las montañas. ¿Por qué tenemos que recorrer todo este camino sólo para ver otra colina llena de hierba?
-En primer lugar, el viaje mismo es hermoso -empezó a explicar Chaz con tranquilidad-. En segundo, vamos a visitar una de las cumbres más altas del mundo, desde donde puede verse todo lo que hay hasta el Matterhorn. En tercero, tal vez tengas razón, no hay nada en absoluto qué hacer ahí, excepto caminar, descansar y ver la nieve del glaciar. Es posible que incluso encuentres a la persona que estás buscando.
-¿Ah, sí? ¿A quién?
-A ti, tonto.
Bajamos del tren en Sion y caminamos dos cuadras para abordar el funicular, que subió sin detenerse hasta la cima y nos dejó poco después de veinte minutos, a casi dos mil metros de altura, en el pueblo de Crans-Montana.
A principios de siglo, el Hôtel du Parc había sido un sanatorio para tuberculosos. Extrañamente, los pasillos parecían impregnados de una atmósfera de recuperación. También ofrecía un panorama impresionante del Matterhorn. Incluso el misántropo más empedernido tendría que sacudirse el pesimismo ante la vista de la enorme montaña coronada de nieve, que reflejaba el brillante Sol de verano. Ése era el paisaje que admirábamos desde nuestra terraza durante el desayuno. El pan recién hecho era de la panadería situada al otro lado de la calle; la mantequilla, de un establo cercano, y el queso, de la aldea vecina.
Después de una semana de deambular por los tranquilos bosques y pasear a la orilla de lagos que todavía conservaban su belleza natural, situados cerca de los pueblos y aldeas más pequeños, empecé a recuperar fuerzas. Mis heridas internas empezaron a doler un poco menos.
Un día que caminábamos por la plaza principal del pueblo en busca de un lugar para comer, divisé un cartel fuera de la iglesia donde se anunciaba el próximo recital de piano que ofrecería el legendario Vladimir Horowitz. Crans, situado de manera estratégica entre Ginebra y Milán, atrae a una multitud muy cosmopolita. Por la tarde, en medio de las paredes blancas y deslumbrantes del santuario, se levantó una plataforma engalanada con un magnífico piano de cola, hecho de caoba y perfectamente pulido. A medida que se acercaba la hora del concierto, empecé a sentirme entusiasmado. A las cuatro en punto, la pequeña iglesia estaba repleta. Horowitz subió al escenario, casi en los huesos y con los hombros encorvados. Sus facciones eran aguileñas y se veía nervioso; sin embargo, en cuanto se sentó, irradiaba una confianza suprema aun antes de tocar la primera nota.
Fue una experiencia inolvidable. Jamás había oído a nadie tocar de manera tan delicada y que transmitiera, al mismo tiempo, tanta emotividad. El variado programa que eligió es plena muestra de que no temía ejecutar a ningún compositor. Sus interpretaciones eran asombrosas, y su digitación, siempre plena de sentimiento, sugerente. Su última pieza me sorprendió y me causó una gran emoción. Se trataba del arreglo que el propio Horowitz hizo de The Stars and Stripes Forever de John Philip Sousa, la tocó con tal velocidad y garbo que cuando imitó el piccolo obbligato en el final, sonaba como si tuviera tres manos. Fui el primero en ponerme de pie para aplaudir tanto por patriotismo como por adoración pura hacia el genio del hombre.
Mientras esperaba en la fila junto con muchos otros admiradores para estrechar la mano del maestro después del concierto, observé las teclas de marfil del magnífico Steinway, con el intenso deseo de un hombre que ha estado en una isla desierta y mira a una mujer voluptuosa por primera vez.
Chaz no pasó por alto mi deslumbramiento y susurró:
-Quédate un rato y toca después de que se marche.
Horowitz finalmente consiguió escapar de sus admiradores y en unos cuantos minutos el salón quedó desierto.
-Vamos -dijo Chaz-. Concédete ese lujo. Tengo que comprar unas postales. Te veré de regreso en el hotel.
Era muy tentador. Me senté en el banco un largo rato sin atreverme a tocar las teclas. Al principio me pregunté qué debía tocar.
Y después me pregunté qué podía tocar.
Con lentitud y horror creciente, pude darme cuenta de la respuesta. Nada. Absolutamente nada. Entonces comprendí que quizá sobreviviría la pérdida de Silvia de manera física, ¡pero la música estaba perdida irremediablemente! Se había ido de las manos, de la cabeza, del corazón.
DECIDÍ NO HABLAR CON NADIE acerca de mi mudez interior. No quería apesadumbrar a los demás.
De vuelta en el hotel, hice mi mejor esfuerzo para conversar de manera más animada durante la cena, pero tenía plena conciencia de que, tarde o temprano, Chaz me haría la dolorosa pregunta. Mientras nos encontrábamos sentados tranquilamente en el porche un poco más tarde esa noche, preguntó:
-¿Cómo te fue en tu encuentro con el piano?
Moví la mano derecha de un lado al otro para indicar que había resultado medianamente bien.
No se inmutó.
-Date una oportunidad. Ya regresará.
Él no sabía. ¿Cómo podría adivinarlo?
Después de unos días de meditar con serenidad, tomé una decisión. Dejaría de llorar mi pérdida. No iba a ser una fuente de dolor para mi familia. Si ellos no hubieran estado a mi lado, supongo que me habría arrojado por uno de los riscos más pintorescos. Pero ahora Chaz y Ellen iban a convertirme en tío. Ya era hora de dejar de ocultarme en ese mundo fantástico, donde todo parecía perfecto y regresar a la realidad.
Más tarde ese mismo día, empecé a actuar de acuerdo con mi decisión. Mi hermano, de pie cerca de mí, miraba consternado mientras yo arrojaba mi ropa a una maleta.
-No hablas en serio, ¿verdad? -preguntó-. ¿No estarás pensando en verdad en regresar a África?
-Se llama honrar los compromisos de uno, Chaz. Firmé por tres años y además me necesitan con urgencia. Voy a volver a ese lugar para hacer algún bien.
Se dio cuenta de que mi decisión era irrevocable y se resignó a la ardua tarea de ayudarme a preparar mi regreso a la jungla. Disponíamos de suficiente dinero, puesto que todos mis gastos médicos habían sido cubiertos por Médecine Internationale, que también continuó pagando mi salario mientras me encontraba en el hospital. De modo que compré obsequios para todos.
Sólo entonces, cuando estábamos sentados en la sala de espera y oímos la última llamada para mi vuelo, Chaz se puso nervioso. Le di unas palmadas en el hombro.
-No te preocupes, Chaz. Volveré sano y salvo. Te lo prometo.
-Eso dijiste la última vez -sonrió con tristeza.
-Dale a Ellen un beso cariñoso de mi parte.
Nos abrazamos con afecto y no volví a mirar atrás cuando abordé el avión.
TAL COMO HABÍA PROMETIDO por teléfono cuando recibió con gran júbilo la noticia de que había reservado mi vuelo de regreso, François estaba ahí, aguardando mi llegada en la pista en Asmara. Me abrazó y, aunque aseguré que me encontraba sano y fuerte, insistió en llevar mis maletas al automóvil.
Durante el trayecto, mientras conducía, me puso al corriente de casi todos los sucesos: los cambios de personal e incluso la mayor parte de los incidentes menores que habían ocurrido durante mi ausencia. Constituyó una especie de interpretación llevada a cabo con virtuosismo que ni una sola vez mencionara el nombre de Silvia. Y como comprobé el resto de la tarde, su acto de desaparición era total, ya que todos los demás también la habían eliminado de su vocabulario.
-Te extrañamos Matt -externó François en un tono sorprendentemente exento de su habitual sentido del humor, sarcástico y burlón-. Sólo gracias a tu ausencia me di cuenta de lo valioso que eres. De todos modos -comentó dándome una palmada en el muslo-, contigo volvemos a contar con un equipo completo. Me las arreglé para lograr que viniera un australiano que había preseleccionado como candidato.
-¿Cómo es él? -pregunté.
-Como médico, de primera clase. Como ser humano, no vale la pena. Parece cierto el rumor de que la humildad no es una de sus virtudes. En realidad, tener a alguien a quien todos odiamos ha sido muy bueno para elevar la moral.
Como de costumbre, las observaciones psicológicas de François fueron muy acertadas.
Nadie se había acostado en espera de mi regreso, y uno por uno se acercaron y me abrazaron. Todos, salvo un sujeto muy grande y musculoso, que se concretó a tender la mano simiesca y a presentarse con un fuerte acento australiano.
-Doug Maitland, hijo -anunció pomposamente, como si yo hubiera conocido a Doug Maitland, padre-. ¡Qué lástima que no estuve aquí cuando te dispararon, compañero! -dijo con modestia-. Podría haberte arreglado sin demora.
-Dime -pregunté-: ¿Eres neurocirujano?
-No, soy ortopedista. Pero conozco bien el cráneo y, por lo que me he enterado, puedo decir que la herida no fue demasiado grave. De todos modos, es bueno tenerte a bordo.
“Aguarda un momento”, pensé. Ése es mi parlamento, ¿o acaso también consideraba que había llegado antes que yo? Sin duda, François debió haber tenido que rebuscar por todas partes para echar mano de un sujeto así.
Sentí gran alegría de verlos a todos. Incluso Marta, la asistente de François, que por lo general se mostraba taciturna, me regaló un beso, al igual que Aída, quien se conmovió mucho por el perfume que le di.
Hasta entonces, me las había arreglado para viajar varios miles de kilómetros desde Zurich, evitando pensar en lo que en realidad me esperaba al final de la jornada. François no había modificado las disposiciones de alojamiento en mi ausencia. Me dieron una linterna y Gilles me ayudó a llevar las maletas a la cabaña número once. Me dejó en la puerta y entré solo. El olor a humedad impregnaba la habitación, pero tal vez siempre había sido así.
Dirigí el haz de luz sobre la cama. Estaba tendida con pulcritud, y había una frazada ligera doblada a los pies. Apenas hacía tres meses, Silvia y yo estábamos juntos en ese lugar haciendo el amor, pero ahora me encontraba solo, y era como si ella jamás hubiera existido. ¿Cómo podría dormir ahí esa noche? La respuesta lógica fue: con dificultad.
CUANDO LLEGÓ DOUG MAITLAND, HIJO, por primera vez, lo habían hospedado con el pobre de Gilles. Se produjo entre ellos, por decir lo menos, un choque de culturas. A pocos días de mi regreso, François preguntó si Gilles podía compartir conmigo la cabaña once.
-Claro que sí -respondí.
No tardé mucho tiempo en volver a sincronizarme con la rutina. Los pacientes eran otros, pero sus padecimientos no. Todavía quedaba demasiado sufrimiento innecesario. Continuábamos perdiendo a enfermos que, en circunstancias comunes y corrientes, habríamos tratado sin demora y enviado a casa para que vivieran una larga existencia.
Antes de sentarnos a cenar una noche, François me llamó aparte y comentó:
-Por cierto, Matt, mañana es martes.
-Me alegra mucho oír eso, en especial dado que, por supuesto, hoy es lunes.
-Vamos, Matthew. Ya sabes lo que Maurice y yo hacemos todos los martes por las tardes.
De pronto me acordé.
-Es el día de las operaciones de cataratas, ¿verdad?
-Sí, y me gustaría que participaras como mi asistente.
-¿Desde cuándo necesitas ayuda con un procedimiento que has realizado tal vez más de mil veces?
-Desde que me ocurrió esto -me enseñó las manos y miré la hinchazón en los nudillos, que quizá era reciente o yo no había observado antes. Su estado no presagiaba nada bueno-. Anda, Matthew. Haz el diagnóstico. Parece artritis reumatoide y lo es.
-¡Oh!, lo siento.
-Ya tuve tiempo para acostumbrarme a ello. Por fortuna, me gusta mucho enseñar y, con franqueza, deseo volver a ver las luces brillantes de París. Mientras tanto, aquí existe una solución inmediata al problema -me miró a los ojos y sonrió-. Tú, mon cher. A partir de mañana empezarás a capacitarte para sucederme como cirujano de cataratas.
-A Doug no le va a agradar -comenté, a sabiendas de que eso me conferiría una posición especial como segundo al mando después de François.
-Vaya, pues a mí no me agrada Doug, así que estamos parejos. Se trata de una operación sencilla y nuestra organización siempre ha capacitado a los médicos que no son cirujanos para que se especialicen en este procedimiento oftalmológico en particular.
No supe cómo reaccionar. Entre otras cosas, sabía que eso tenía que resultar muy difícil para alguien como François.
-Matthew, ¿por qué esa cara tan triste? -reconvino.
-Bueno, tal vez te sorprenda, pero me simpatizas de verdad.
-Gracias, pero por lo que más quieras no se lo digas a nadie. No quiero perder mi imagen.
-¿Cómo nos las arreglaremos sin ti, François? -pregunté.
-Creo que muy bien. Van a tener en ti a un líder de primera magnitud.
Volví a la cabaña esa noche con pensamientos totalmente diferentes. El día anterior, había sentido lástima por mí mismo. Esa noche, tenía algo más significativo en qué pensar: compadecer a François.
No pude dormir y me paseé por el comedor desierto, recalenté una taza de café salobre y empecé a leer información acerca de mi inminente especialidad quirúrgica.
-Las cataratas son quizá la causa más importante de ceguera en todo el mundo y la carga de trabajo más grande -me había dicho François-. Es posible que su elevada incidencia en el mundo subdesarrollado se relacione con los altos niveles de luz Solar -en lugares como Eritrea, el número de casos de esta enfermedad es cuando menos veinte veces mayor que en Europa y Estados Unidos.
Al día siguiente, François volvió a ser la misma persona mordaz de siempre. Estoy seguro de que estaba consciente de que yo lo observaba de otra manera, que lo estudiaba no nada más como médico, sino también como líder. Fue sólo hasta que traté de imaginar cómo sería realizar su labor, que comprendí lo increíblemente difícil y compleja que era en realidad.
El martes siguiente, con mis propias manos, restauré la vista de cinco personas ciegas. Fue la experiencia más emocionante de mi vida. Un anciano vio a sus nietos por primera vez. Una mujer conoció a su hijo ya crecido, a quien había visto por última vez cuando era pequeño. Pensé que François debía de sentirse muy triste por ya no poder hacer eso.
En el momento en que François delegó oficialmente la responsabilidad de las actividades en mi control absoluto, los rumores empezaron a correr como reguero de pólvora. Además, en el aspecto social, me encontraba en el limbo: ya no era uno de los peones; sin embargo, todavía no era el jefe.
La única persona que parecía sentirse a sus anchas conmigo era Gilles, que estaba más alegre que un cascabel, por así decirlo, de ser otra vez mi compañero de habitación.
GRACIAS A MI INMINENTE encumbramiento, se me concedió el privilegio de usar una lámpara de queroseno, que me permitía trabajar por las noches y despertó no pocas envidias. Por supuesto, la iluminación también facilitó a Gilles continuar con sus lecturas ornitológicas.
Una noche, mientras yo revisaba algunos registros y Gilles se encontraba absorto en su investigación sobre las aves, me espetó:
-Matthew, ¿puedo preguntarte una cosa?
-¿De qué se trata?
Hizo el libro a un lado y se quitó los anteojos.
-Es acerca de tu piano.
Tarde o temprano tenía que surgir el tema en la conversación.
-¿Qué pasa con él?
-Ya nunca te veo tocarlo. ¿Renunciaste a él por algún motivo... si no te molesta que pregunte? -agregó con timidez.
-No, no importa -mentí-. Es sólo que ya no tengo tiempo.
-Dicen que eras muy talentoso. Muy talentoso en verdad.
-Creo que lo fui... alguna vez.
Él percibió que yo no quería abrir más la puerta a mí alma. Sin embargo, cuando se dio vuelta en la cama, no pudo reprimir una observación involuntaria:
-Es una verdadera lástima.
-¿Qué es una verdadera lástima? -pregunté, sintiéndome entonces un poco incómodo.
Se volvió y me miró, miope sin los anteojos.
-Que haya estado en el mismo cuarto mientras un pianista tocaba y jamás oí una nota.
DESDE QUE FRANÇOIS ME NOTIFICÓ que yo iba a asumir el mando de todas las actividades, de vez en cuando me asaltaba la duda respecto a si era capaz de estar a la altura de las circunstancias, sin él como enciclopedia viviente. Sin embargo, poco a poco, a medida que los meses transcurrían, casi llegué a desear que se marchara para implantar algunas de mis ideas, en especial las relacionadas con un programa de salud pública.
Durante la semana anterior a la toma de posesión oficial de mi nuevo puesto, me propuse sostener una conversación íntima y franca con cada uno de los doctores. Les aseguré que nada cambiaría en sus labores a menos que así lo quisieran. Como de costumbre, Doug Maitland fue la excepción. Exigió llevar a cabo las operaciones de cataratas y yo me negué. Fue muy grato saber que el equipo se sentía complacido de que me hubieran seleccionado. Todos hicieron la promesa de ayudarme a superar las dificultades de los primeros días.
El día que tomó el vuelo de regreso a casa, nuestro jefe no quiso ninguna clase de despedida con bombo y platillos e insistió en que la clínica se mantuviera abierta como de costumbre. Solamente un conductor y yo nos ausentamos de nuestras labores para llevarlo al aeropuerto.
LOS SIGUIENTES DIECIOCHO meses fueron tiempos para construir. En cierto modo, resultó una ventaja contar con François como nuestro contacto en París, debido a que él estaba cerca de quienes controlaban el dinero. Gracias a su diplomacia experta, nos consiguió algunas subvenciones. Además, hizo milagros con el financiamiento de mi pomposamente llamada Campaña de Salud Pública. Yo estaba resuelto a dejar una huella permanente, un punto de referencia, por modesto que fuera, en beneficio de la salud de esa gente sufrida. De acuerdo con mis registros, cuando me fui de África, habíamos vacunado a casi cuarenta mil niños. También capacitamos a veinticuatro enfermeras auxiliares y establecimos dos clínicas ambulantes para enseñar principios básicos de higiene.
Vale la pena señalar que en todo ese tiempo sólo tuvimos una deserción en nuestras filas. Doug Maitland, el poderoso Tarzán australiano, no pudo resistir. Todavía no se secaba la tinta en su currículum cuando, curiosamente, el clima empezó a afectar una vieja lesión que se había hecho jugando rugby, la cual muy pronto se volvió intolerable, igual que él. Aunque iba a causar estragos en nuestro programa de trabajo, permití que se fuera aun cuando me avisó con sólo quince días de anticipación.
ERITREA ES UN PAÍS en el que nada parece tener fin. La sequía, que había empezado en 1968, más de diez años antes, parecía alargarse interminablemente. La hambruna se había establecido como una realidad inalterada, lo mismo que la encarnizada guerra civil, que continuaba con toda su furia, y ninguno de los lados daba señales de perder la voluntad de seguir luchando.
Este eternizar cobró su tributo entre mi personal, para quien las filas de pacientes que se formaban por las mañanas parecían no acortarse jamás, y entre el equipo de traumatología, que continuaba extrayendo las balas de los combatientes heridos, día y noche, de manera incesante. A la siguiente Navidad, me di cuenta de que todo el mundo soñaba con volver a casa. Incluso yo empezaba a cansarme de tratar de infundirles ánimo al tiempo que me esforzaba en conservar el propio. A medida que los contratos se aproximaban a su fecha de vencimiento, nadie firmó una prórroga.
GRACIAS AL TIEMPO QUE pasamos juntos en Suiza, mi hermano aprendió a ganar las discusiones conmigo, aparentando que no discutía. Comprendió que mi péndulo psíquico se inclinaba entonces del lado del altruismo y jamás invocó a nuestra familia, ni siquiera a mi pequeña sobrina, Jessica, como posible razón para atraerme a casa de nuevo. En vez de ello, me hizo notar la sutil relación entre las nuevas ciencias genéticas y el proyecto de medicina preventiva que yo había dirigido en el terreno práctico.
-Solamente imagina -escribió-. Va a llegar el día en que no tendremos que preocuparnos por curar enfermedades como la diabetes, porque ya no existirán. Con las nuevas técnicas, en lugar de fabricar insulina artificial para las personas que carecen de ella, podremos reparar los genes que en el cuerpo deberían de cumplir con esa función de manera natural. ¿Quieres participar en esto? Tal como planteó la idea, me cautivó.
Y creo que Chaz lo sabía cuando le pedí que me enviara más información.
Durante los últimos seis meses de mi contrato, presenté solicitudes de ingreso en varias universidades para estudiar un doctorado en biología molecular. Mi experiencia práctica, muy especializada, evidentemente causó una buena impresión en las facultades a las que me dirigí, puesto que todas me aceptaron.
Decidí ir a Harvard sólo para evitar tener que pasar el resto de mi carrera profesional como médico explicando a la gente por qué no lo había hecho.
La noche anterior a mi partida celebraron en mi honor la tradicional fiesta de borrachos con los famosos discursos que parodiaban un tono solemne y despedidas tristes. Ya entonces me sentía nostálgico, pero traté de que no lo notaran.
Debido a que mi vuelo salía muy temprano a la mañana siguiente, en realidad no iba a tener tiempo para despedirme de manera apropiada de la gente más importante de ese lugar: los pacientes. Así que después de cerrar mi equipaje y atar mis libros, fui a dar un paseo para visitar los distintos campamentos donde quienes esperaban consulta al otro día habían encendido fogatas. Ya que entonces hablaba con soltura la lengua de Tigré, pude intercambiar bromas con ellos.
Reconocí a una mujer embarazada que había tratado antes, y cuyo primer hijo murió de disentería. Le deseé la mejor suerte del mundo con el nuevo bebé. Ella me dio las gracias por mi bondad. Le di un beso de despedida y caminé de vuelta a la cabaña.
Gilles esperaba con impaciencia mi regreso.
-Oye, Matthew, mira esto, por poco lo olvidas -dijo, al tiempo que sostenía en alto mi teclado silencioso.
-No importa -repuse-. Ya no lo necesito.
-Pero sería una lástima desecharlo así nada más.
Estuve de acuerdo y le sugerí que se lo diera como obsequio de mi parte a la dama embarazada que estaba sentada junto a una fogata cercana. Me di cuenta de que se preguntaba desconcertado qué iba a hacer ella con un teclado que no suena. Pero entonces vio el lado bueno y comentó:
-Quizá inspire a su hijo a convertirse en un virtuoso.
-Nunca se sabe -sonreí y entré.
Todavía extraño a la gente, a los pacientes e incluso al país torturado. Cuando me despedí de mis amigos de Eritrea, sentí tristeza de dejarlos para regresar a mi país, un sitio donde podía alzar los pies para descansar, abrir una cerveza y ver el programa El ancho mundo de los deportes por el televisor.
Poco más de dos meses antes de mi partida, sentamos las bases para instalar un hospital con veinticuatro camas y una sala de operaciones bien equipada. Sé que tal vez no parezca mucho dentro del panorama general; pero, ¡por todos los cielos!, era un comienzo. Y si hay algo que siempre conservaré de toda mi experiencia en Eritrea es que marqué una diferencia.
Siete
Nueva York, 1991
Cuando empecé mis estudios en Harvard, a principios de los años ochenta, el campo de la ingeniería genética se encontraba prácticamente en ciernes. Hacía menos de treinta años que Crick y Watson habían descubierto la estructura del ADN y con ello proporcionaron la clave que, con el tiempo, descifraría todos y cada uno de los secretos de los setenta y cinco billones de células que conforman el cuerpo humano. Sin embargo, ya entonces había visionarios que creían que todas las enfermedades podrían curarse a la larga mediante la infusión por las venas de una versión reparada de cualquier gene defectuoso.
Yo fui uno de esos fanáticos entregados a la investigación.
Pasé los primeros cuatro años que siguieron a mi regreso de Africa arraigado frente al microscopio electrónico, haciendo prueba tras prueba, en busca de la combinación molecular precisa que pudiera usarse para revertir un tumor. Mi búsqueda obsesiva de un solo gene me recordaba a Gilles, escudriñando el horizonte para divisar un ave, aunque fuera de manera fugaz. Además, mi compulsión por vencer las enfermedades me mantenía despierto todas las noches.
¿Puede un hombre sobrevivir únicamente a base de pizzas? Por años, los filósofos han debatido la cuestión, pero como estudiante de posgrado, la comprobé de manera empírica. Algunas personas se preguntarán qué importancia tiene eso para la investigación científica. La respuesta es que, cuando uno se encuentra absorto en la búsqueda de una cadena específica del ADN, no es posible perder una hora en una cena formal o en cualquier otra comida. Las pizzas son todo.
El proyecto de mi tesis de doctorado se desarrolló, como era lógico, en el ámbito de la neurobiología. Cuando a uno le han disparado en la cabeza, no es exagerado decir que la mente se ocupa a menudo del cerebro. En consecuencia, me dediqué a investigar los hemisferios cerebrales, exploré los circuitos neurológicos, pasando por las sinapsis para ver qué podía aprender en este campo todavía poco conocido. Ese paraíso interior era también el lugar en el que los monstruos llegaban a sembrar, en ocasiones, sus tumores de destrucción. Me comprometí cada vez más con la tarea de vencerlos.
Tras concluir mi investigación en biología molecular en 1984, me quedé en Harvard como catedrático después de mi doctorado. Creo que la inercia tuvo mucho que ver en ello. Los laboratorios son casi iguales en todas partes, y Boston parecía un buen lugar para comer pizza. Además, en las raras ocasiones en que salíamos a comer, siempre lograba convencer a mis compañeros de ir al North End, el viejo sector italiano de la ciudad, donde difícilmente se veía un letrero o se oía una palabra en inglés. Cada vez que iba ahí, imaginaba ver a Silvia. En ocasiones, me parecía oír su voz o verla caminando frente a mí.
Incluso entonces, soñaba con ella por las noches, sólo para despertar y encontrarme solo. Creo que no era nada más el interés por la ciencia lo que me mantenía encerrado en el laboratorio.
Cuando empecé a publicar los resultados de mis investigaciones, recibí varias cartas de instituciones que sondeaban mi disposición a mudarme. La Cornell Medical School de Manhattan envió una oferta particularmente atractiva. Para ese entonces, Chaz se encontraba al borde de la desesperación, ya que estaba seguro de que me iba convirtiendo en un “solterón anticuado”. Estaba ansioso porque me mudara. Alabó las infinitas oportunidades culturales que ofrecía Nueva York: teatro, conciertos, óperas y cosas por el estilo, por no mencionar que el prestigio que rodeaba el puesto sería un imán para atraer a las mejores y más brillantes mujeres de la ciudad.
En todo caso, decidí ir. Ya era hora de un cambio. Por fin había superado el sentimiento de culpabilidad que me producía vivir en un lugar que tenía más de una habitación. En especial, tuve la fortuna de encontrar un departamento muy agradable en venta en East End Avenue, con una vista al río que me inspiró a empezar a trotar. La cintura parecía crecer a un ritmo mucho más veloz que mí carrera. Así, me mudé de Boston en junio, cuando las primeras horas de la noche todavía eran suficientemente frescas para invitar al trotador principiante.
Mi contrato incluía dos asistentes de laboratorio que, sin lugar a duda, aceleraron los resultados de mi trabajo. También dedicaba tres tardes a la semana a ejercer como neurólogo pediatra. Aunque por regla general me enfrentaba con casos para los que, por desgracia, lo único que podía ofrecer era un diagnóstico y nada más, disfrutaba de la interacción con mis jóvenes pacientes. Eso también sirvió para recordarme el motivo por el que realizaba mis investigaciones.
A finales de la década de los ochenta, la ingeniería genética empezó por fin a producir algunos resultados concretos. Por una parte, había inventado una técnica para poner en actividad ciertas células T, que se encargaban de destruir algunos crecimientos de masas tumorales en ratones.
No todo era trabajo y nada de diversión. Por lo menos una vez al año iba a lugares exóticos como Acapulco, Honolulu y Tokio. Mis colegas sabían elegir muy bien los lugares para celebrar sus convenciones. Y yo tenía que ir debido a que entonces era el director del departamento. Esos acontecimientos proveyeron lo que pasaba por vida social en esos años: el romance ocasional. Creo que algunas de las mujeres ofrecían verdaderas posibilidades, pero no eran Silvia.
Teníamos mucha prisa en aquella época. Considero que French Anderson, uno de los pioneros en nuestro campo, fue quien mejor expresó el apremio que todos compartíamos. “Pregunten al paciente de cáncer al que sólo le quedan unos cuantos meses de vida. Pregunten a los enfermos de sida cuyos cuerpos se están consumiendo. La prisa surge de la compasión humanitaria por nuestros prójimos que necesitan ayuda ahora”.
Pero si alguna vez nuestra rama de la medicina iba a alzar el vuelo, los burócratas de Washington debían tener el valor de permitirnos experimentar las terapias en seres humanos.
Eso implicaba toda clase de problemas tanto morales como médicos. La idea de interferir con la obra de Dios era una de las objeciones doctrinales. También existía el temor legítimo a que, puesto que el cuerpo contenía al menos cien mil genes, activáramos por error uno equivocado que creara algún tipo de pesadilla neoplásica posterior.
Sin embargo, hasta que encontráramos a alguien de la Federal Drug Administration que estuviera dispuesto a tenernos una fe casi ciega, nuestra lucha quedaría como un drama sin el último acto. Alguien tenía que apremiarles para que nos permitieran intervenir mientras quedara un hálito de vida. Recayó en mí la responsabilidad de hacer precisamente eso.
Conocí a Josh Lipton, un niño encantador de once años y cabello despeinado, cuando se encontraba en su lecho de muerte. Lo habían transferido desde Houston, donde hicieron todo lo posible por combatir, sin ningún éxito, el meduloblastoma que crecía en su cerebro, por medio de quimioterapia, radiaciones y cirugía. Le quedaban cuando mucho unas cuantas semanas de vida.
Tanto Josh como sus padres eran luchadores. Y mientras él se aferraba tenazmente a la vida, ellos continuaban buscando otros métodos posibles. Decidí apelar a Washington para tratar a Josh bajo una dispensa compasiva. Obtuve la certificación de dos expertos mundiales que declaraban que la ciencia médica conocida ya no ofrecía ninguna posibilidad de ayudar al pequeño. También apremiaban a los burócratas del gobierno a que nos permitieran usar mi procedimiento, que, al menos en los experimentos de laboratorio, había logrado detener el crecimiento de los tumores.
Mientras los burócratas debatían y analizaban la cuestión con actitud moralista, la vida de Josh se apagaba con rapidez. Lo examiné un día a última hora de la tarde y me di cuenta de que el siguiente documento en ese interminable ir y venir de papeles sería su certificado de defunción.
Aunque no lo conocía en persona, llamé por teléfono al presidente del comité, el doctor Stephen Grabiner, y le dije sin rodeos:
-¿Quiere usted que lea la aprobación de la Federal Drug Administration en el funeral del niño, maldita sea? Hablemos claro, doctor. Arriésguese. Es mi cabeza, no la suya -en realidad se trataba de la de Josh, pero en el acaloramiento de esas batallas legales, en ocasiones los pacientes se ven empujados a la periferia.
Algo sucedió al otro extremo de la línea. El corazón tocó la mente y despertó la voluntad.
-Tiene razón, doctor Hiller. Veré si puedo convocar a una reunión del comité durante el fin de semana.
ES MUY EXTRAÑO cómo se recuerdan los detalles triviales de los acontecimientos trascendentes. Eran casi las tres de la mañana del martes, catorce de marzo de 1991. Nos encontrábamos sentados en el laboratorio y nos disponíamos a probar una nueva delicia culinaria: una pizza de salmón ahumado que había ordenado especialmente de Le Mistral, cuando sonó el teléfono..
-Oiga, Matthew, habla Steve Grabiner. Siento mucho llamar a estas horas de la madrugada, pero sabía que a usted no le gustaría que esperara hasta el amanecer. No voy a aburrirlo con los detalles. Lo fundamental es que vamos a concederle permiso para hacerlo una vez. Le enviaré un fax para confirmar la aprobación por,la mañana.
Me quedé sin habla.
-Doctor Grabiner, Steve, ¿qué puedo decir?
-Bueno -repuso él con hastío desenfadado-, podría decirme que está absolutamente seguro de que no hay forma de que esto se convierta en un espectáculo de horror.
-Vaya, eso es imposible. Usted lo sabe.
-Por ello voy a beber una copa de whisky gigante y después me iré a la cama. Buenas noches, camarada.
Mientras garabateaba una lista de los integrantes del equipo que debía despertar, empezaron a surgir los escrúpulos. Había asumido la responsabilidad de la vida de un ser humano en un viaje hacia lo desconocido. Y aunque los padres de Josh me habían jurado que no abrigaban falsas esperanzas, no pude soportar la sola idea de lo que significaría mi fracaso para ellos.
El tiempo era demasiado precioso, así que llamé por teléfono a la enfermera de guardia en el ala del hospital en la que Josh se hallaba para que convocara de inmediato a sus padres a firmar el consentimiento. Ella contestó que el señor y la señora Lipton ya estaban en el cuarto de su hijo.
Con la conciencia obsesiva de cómo cada grano se deslizaba por el reloj de arena, corrí a toda velocidad por el patio, tomé el ascensor al piso de Josh y me dirigí de prisa a su habitación. Bárbara y Greg Lipton me aguardaban en el corredor. Imperaba un aire de júbilo que me causó un profundo desasosiego por lo prematuro que parecía.
-¡Ay, doctor Hiller! Es maravilloso -exclamó Bárbara.
-Gracias, doctor -el padre expresó con más sobriedad-. Nos consiguió otra oportunidad.
El niño ya estaba despierto e intercambiamos algunas palabras amistosas, en tanto que Resa, mi asistente principal en el laboratorio, preparaba el aparato. Pregunté a mi joven paciente si sabía de qué se trataba todo el asunto.
-Mi papá dice que es como otro bateador en turno: un nuevo medicamento o algo por el estilo.
-No es exactamente un medicamento -expliqué-. Es sólo un método que he diseñado para volver a ordenar las células en la sangre de modo que actúen dentro de ti y se traguen ese tumor de una vez por todas.
Él asintió soñoliento mientras yo tomaba la jeringa de la bandeja. Sujeté el delgado brazo y busqué una vena que no estuviera lastimada. Introduje la aguja con cuidado y extraje sangre. Resa corrió entonces al laboratorio, donde otros dos asistentes aguardaban para empezar el lento y difícil proceso de manipular las células T del pequeño para inducirlas a atacar el tumor.
A las seis de la mañana, el aparato en mi laboratorio entró en plena actividad, y la duplicación de las células se había iniciado. Todo el proceso tardaría cierto tiempo, que era precisamente lo que no teníamos. Como no había nada que hacer mientras tanto, empecé a dar vueltas por el cuarto. Resa fue la única persona que tuvo el valor de reprenderme.
-¡Por todos los cielos, Matt! ¿Acaso no puedes buscar otro lugar para pasearte? Nos estás poniendo nerviosos a todos.
En ese momento, sonó el teléfono. Era Warren Oliver, el funcionario de prensa del hospital.
-Oye, Hiller, ¿qué ocurre?
Mi estado de ánimo no estaba para divulgar mis inquietudes, así que traté de esquivarlo, pero él perseveró.
-¿Qué es eso que oí respecto a que los chicos de Washington te dieron el visto bueno para el procedimiento? Esto es noticia, viejo. Una gran noticia.
-Sólo si funciona.
-Pero así será, ¿cierto? Además, incluso si esto no resulta bien, sacaremos partido del mero hecho de que hayas sido el primero en recibir la autorización.
Traté de no perder los estribos y de recordar que su obligación era llenar las columnas de los diarios, cosa que se estaba convirtiendo a pasos agigantados en una especialidad médica.
-Lo siento, Warren. En verdad te aseguro que estoy muy ocupado por el momento.
-Bueno, sólo te pido que no te olvides de que aquí estoy, Matthew. Además, formamos un equipo. Tú eres el que trabaja en el interior y yo el que presenta la información ante el mundo.
Colgué para no continuar oyendo el discurso motivador de Oliver y juré nunca hacer a mi personal del laboratorio lo que Warren me hacía a mí en ese momento. Avisé que iba a salir del hospital para desayunar y que no regresaría en varias horas. No disimularon su gratitud.
Tres días después completamos la transferencia retroviral de genes y las células nuevas estuvieron listas para ser introducidas en el torrente sanguíneo del niño enfermo. Aunque nadie sabía de manera oficial lo que estaba a punto de ocurrir, la tensión era palpable en el corredor afuera de su habitación. Los padres, colocados a cada lado de la almohada de Josh, sostenían las manos de su hijo cuando me senté en la cama y empecé a inyectar la poción mágica, como la llamaba para no asustar al niño, en la vena. Traté de parecer confiado.
-¿Cómo saben las células hacia dónde dirigirse exactamente, doctor? -Bárbara me preguntó después-. ¿No hay alguna posibilidad de que se extravíen en una parte diferente del cuerpo?
Ésa era la versión de pesadilla.
-Bueno -respondí de manera evasiva-, cada una tiene una dirección específica del ADN. Confío en que mi virus tenga el código postal correcto.
Entramos en la fase de espera vigilante.
Los días siguientes no salí del hospital prácticamente para nada, salvo para ir a recoger mi correspondencia y a trotar. Al final del quinto día, llevamos a Josh a radiología para tomarle su primer estudio posterior a la infusión en la vena. Nos congregamos alrededor de Al Redding, el jefe de radiología, mientras él realizaba grandes esfuerzos para dictar sus hallazgos a una grabadora de microcasetes.
-En una parte, el tumor mide cinco por dos por dos, lo que, en comparación con la lectura anterior del día catorce, indica que no hay crecimiento neto.
Se oyeron murmullos entre los espectadores.
-¿Oí bien, Al? -pregunté-. ¿Estás diciendo que el tumor no ha crecido para nada?
-Es lo que acabo de informar, Matthew -Redding respondió con un tono de voz deliberadamente inexpresivo, mientras se apartaba para que yo pudiera echar un vistazo.
En ese momento, me permití el lujo de experimentar un arrebato desbordante de esperanza. Sin embargo, no tuve valor para compartirlo con nadie, ni siquiera con los padres del niño, cuya reacción fue el polo opuesto de nuestro prudente radiólogo.
Bárbara empezó a sollozar en silencio.
-Lo logró, doctor. Ya no está creciendo.
-Todavía no podemos asegurarlo -advertí-. Además, mientras haya indicios del tumor, siempre se corre el riesgo de que se produzca una hemorragia. Podría tratarse sólo de una remisión temporal. Mientras tanto, voy a inyectar más células nuevas de las que fabricamos.
La radiografía que tomamos cuatro días después mostró una reducción del veinte por ciento en el tamaño del tumor. Cada vez me resultaba más difícil ocultar mi júbilo, sobre todo cuando, al final de la segunda semana, Josh pudo sentarse por sí mismo en la cama y balancear los pies por la orilla.
El milagro ocurrió tres días después. Había terminado mi ronda y decidí visitar a Josh. Al dar vuelta en el corredor no daba crédito a lo que vi: al otro extremo, el niño caminaba con sus padres, sin tener que sostenerse de ninguno de los dos.
Era un espectáculo increíble, y yo estaba embargado por la emoción. Corrí hacia él.
-¿Cómo te sientes? -pregunté sin aliento.
-Bien, doctor. Muy bien.
-Está más que bien. Nuestro hijo está maravillosamente -dijo Greg entre risas.
No nos anduvimos con tantas ceremonias para hacer una cita. Simplemente le pedí a la enfermera que avisara a radiología que íbamos a llevar a Josh Lipton para que le practicaran una tomografía de inmediato. No nos hicieron esperar.
Los resultados fueron sensacionales. El tumor se había encogido a la mitad de su tamaño original y ya no presionaba el cerebro.
Al Redding, siempre flemático, por fin se permitió manifestar sus emociones y me estrechó la mano con efusión.
-Mazel tov, Matt. Lo lograste.
-No, Al. Es Josh el que merece todo el reconocimiento.
De vuelta en mi oficina, llamé a las diferentes personas que formaban parte de mi vida: mi madre y Malcolm, Chaz y Ellen; todos estaban tan emocionados que no pudieron expresar con palabras lo que sentían. En el instante en que colgué, el teléfono repiqueteó con fuerza.
-Hola, Matthew, ¿qué ocurre? -Warren Oliver preguntó con impaciencia-. En caso de que lo hayas olvidado, nuestros programas de investigación cuestan dinero, y los reporteros conducen hacia nuestros donantes. En especial, le debo un favor a la chica de The New York Times. Anda -apremió-, juega limpio. Dime, ¿tienes algo significativo que informar?
-Todavía no -contesté-. Cualquier cosa que te diga podría inspirar falsas esperanzas.
-¿Acabas de decir inspirar? Vamos, Matthew, habla.
Venció mi resistencia y, contra todo lo que aconsejaba la sensatez, acepté ir a la oficina de Oliver para que me entrevistaran quince minutos y dar uno o dos detalles sensacionales.
Esa publicidad no significó nada para mí.
Con una sola y extraña excepción. De pronto me pregunté si el reportaje se publicaría en los diarios italianos.
ERA CLARO QUE NO tenía escapatoria. La prensa parecía haberse enterado de todos los números telefónicos en los que era posible localizarme. Mi único recurso fue apagar mi radio para recibir mensajes, escabullirme a un cine y ocultarme. O a un concierto. Mientras hojeaba el New York Times dominical, examiné una gran cantidad de espectáculos musicales que iban a presentarse. No obstante, supe de inmediato a cuál asistiría. Esa misma tarde, en el Carnegie Hall, Roger Josephson, el esposo de Evie, mi vieja amiga violonchelista, iba a interpretar a Mozart, Chopin y Franck. Sin duda, ella estaría entre el público y yo podría actualizarme respecto de sus novedades.
Los boletos estaban casi agotados, pero me las arreglé para conseguir un lugar al extremo de la primera fila. Josephson había engordado un poco y tenía el cabello entrecano. Su aspecto más distinguido estaba acorde con la mayor madurez de su técnica musical. Parecía aproximarse al verdadero virtuosismo.
Como el acompañante que en otro tiempo fui, no pude menos que advertir la destreza de su pianista, una mujer atractiva de nacionalidad mexicana, llamada Carmen de la Rocha. Era evidente que los dos habían tocado juntos mucho tiempo.
Busqué a Evie durante el intermedio, pero me di cuenta de que había demasiada gente.
Roger y su compañera interpretaron el último movimiento de la pieza de Chopin de manera muy emotiva y se ganaron de sobra aquella calurosa ovación que recibieron.
Por lo general, no me atrevo a hacer esa clase de cosas, pero en medio de mi euforia me encaminé a la puerta del escenario, me identifiqué como amigo de la familia Josephson y no tuve dificultades para que me permitieran pasar. Como era natural, el camerino del violonchelista estaba repleto de aduladores, personas que iban a expresarle todo género de buenos deseos, representantes, publicistas y gente por el estilo. Vacilé un poco en mezclarme entre la muchedumbre y en lugar de ello, me puse de puntillas para ver si podía divisar a Evie. En ese momento, la pianista mexicana se acercó y me preguntó con una sonrisa muy seductora:
-¿Puedo ayudarle en algo?
-Muchas gracias -respondí-. Soy un viejo amigo de la señora Josephson y...
-Yo soy la señora Josephson -reaccionó con una chispa latina de actitud posesiva. Tardé alrededor de un segundo en darme cuenta de lo que decía.
-Pero... ¿qué pasó con Evie? -pregunté con torpeza.
-Yo gané -comentó, sonriente; los ojos oscuros brillaban-. Hace varios años que se divorciaron. ¿Acaso no lee los periódicos?
-¡Oh, en realidad, he estado fuera del país! -expliqué en tono de disculpa-. En ese caso, será mejor que me marche.
-¿Por qué no la espera? Debe llegar en cualquier momento para recoger a las niñas.
Era una noticia buena y mala. Estaba a punto de reunirme con una amiga muy querida. Al mismo tiempo, acababa de enterarme de que los años transcurridos no habían sido buenos con ella.
-No es posible, no puedo creerlo -la voz era de mezzo soprano, el tono jovial, el timbre como una campanilla. Era Evie, que, a primera vista, no parecía haber cambiado nada, a pesar de los casi veinte años que habían pasado. Llevaba el cabello castaño corto, y los grandes ojos color avellana brillaban con la misma intensidad de siempre.
Haciendo caso omiso de los mirones, corrimos a abrazarnos. Su perfume era el aroma de las flores primaverales.
-¿Dónde has estado los últimos veinte años? -preguntó sin dejar de abrazarme con toda naturalidad.
-Es una larga historia, Evie. Entiendo que ha habido uno o dos cambios en tu vida.
-Sí, podría decirse así -admitió de buen talante-. Ven a conocer a dos personas muy importantes.
Se acercó a un par de niñas, cada una llevaba puesto un suéter azul sobre una blusa blanca. Charlaban con una mujer de ascendencia latina, que resultó ser una niñera temporal. Parecían réplicas en miniatura de su madre. Lily, de trece años, y Debbie, de once, reaccionaron con entusiasmo cuando Evie me presentó.
-Éste es Matthew, mi viejo amigo, el pianista genial del que tanto les he hablado.
-¿El que se convirtió en médico? -preguntó Lily.
-¿Y se fue a la selva y jamás regresó? -inquirió Debbie.
-Casi aciertan -repuso su madre sonriente.
-¿Cómo te enteraste de que estaba en África? -pregunté.
-Tengo una fuente de información -Evie respondió juguetonamente-. Se llama el Michigan Alumnus. Tu hermano ha desempeñado una espléndida labor para mantener a los ex alumnos graduados al corriente de tus actividades. Tu familia debe de sentirse muy orgullosa. Sólo entonces me observó con atención el lado izquierdo de la frente.
-Apenas es visible -comentó, mostrando cierto pesar-. Creo que tuviste suerte, ¿no lo crees?
-Podría decirse que sí -respondí con la intención deliberada de sonar ambiguo.
-¿Qué te trae a Nueva York?
Parecía que mi hermano cronista había sido menos comunicativo acerca de mis actividades más recientes.
-Bueno, me parece que la respuesta es la Cornell Medical School. Soy profesor de la facultad.
-¿En verdad? -preguntó ella con gran alegría-. ¿La profesión médica ha resultado ser todo lo que esperabas?
-¿Quieres un simple sí o no como respuesta, o prefieres que las lleve a ti y a las niñas a cenar aunque todavía sea temprano?
-¡Oh, sí! -las chiquillas festejaron.
-¿Estás seguro de que no tienes planeado algo más importante? -Evie preguntó con un guiño.
-Absolutamente -entonces me dirigí a las dos niñas-: ¿Les gusta el Russian Tea Room? -ambas asintieron con impaciencia.
Evie se las arregló de algún modo para llamar la atención de su ex esposo. Intercambiaron ademanes que evidentemente señalaban la transferencia de autoridad sobre las niñas, y salimos. Una vez que llegamos a la calle, las niñas, de manera instintiva, se adelantaron, lo que me permitió decir lo que creía más importante comunicar a su madre.
-Oye, siento mucho que tu matrimonio no haya funcionado.
-Sinceramente, yo no diría eso, Matthew. Tenemos dos niñas maravillosas que no cambiaría por nada en el mundo.
-Sin embargo, eso de tener que criarlas tú sola... porque estás sola, ¿verdad?
-Sí, estamos en Nueva York -respondió ella-. Aquí, la proporción difícilmente es lo que podría llamarse favorable para las mujeres solteras.
En cuanto llegamos al Russian Tea Room, nuestra atención se concentró en los blinis, en la crema agria y, por supuesto, en el té del samovar.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos que teníamos que intercambiar mucha información básica. Como era de esperarse, ella eligió a las niñas como el principal tema de conversación, y el hecho de que Roger hubiera optado por la mexicana fogosa pasó a segundo término. Habló con mucha franqueza delante de las niñas, que era obvio habían padecido la situación golpe por golpe. Y en lo que a mí se refería, mi mayor orgullo era la clínica en Eritrea, y la cuestión más espinosa era inevitablemente la bala. Eso dio pie para hablar de Silvia después.
Evie parecía tan indómita como siempre. Incluso ahora, a dos décadas de habernos conocido, nada alteró mi primera impresión de ella. Tenía una enorme capacidad de recuperación, era fuerte, optimista y estaba siempre preparada para tomar lo bueno con gratitud y aceptar lo malo sin compadecerse.
Como era lógico, tras el divorcio había tenido que modificar los planes para su carrera profesional, pero Roger había sido suficientemente generoso para conseguirle un nombramiento en Juilliard, donde daba asesorías privadas, impartía clases magistrales de violonchelo y aun tocaba con varios grupos de cámara.
-¿Cómo pasas los veranos? -pregunté, tratando de confinar nuestra primera charla a temas inofensivos.
-Bueno, las niñas se van con Roger y -era claro que todavía tenía dificultades para decirlo- Carmen un mes. Últimamente he ido al Festival de Música de Aspen. Y bien, ¿por qué no me dices lo que has estado ocultando? ¿Cómo se llama ella y cuántos hijos tienes?
-¿De qué hablas, Evie?
-¿De qué crees que voy a hablar? De tu esposa.
-Siento desilusionarte, pero no estoy casado.
Detuvo su charla, evidentemente insegura de cómo abordar un tema que para ella constituía una verdadera anomalía. Comprendí cuál iba a ser su siguiente pregunta.
-¡Ah!, ¿no funcionó?
-Mmm... -respondí de manera evasiva-. Ya te lo contaré en otra ocasión.
-Si no te resulta muy doloroso.
-¡Oh, no! -repuse sin sonar muy convincente, cuando menos para Evie, que todavía era capaz de leer mis pensamientos tan bien como siempre.
Cuando terminamos de cenar y las niñas habían engullido sus carlotas rusas hasta dejar el plato limpio, llamé un taxi y las llevé a casa. Para mi alegría, descubrí que vivían a una cuadra de distancia de mí, en el legendario Beauchamp Court.
-Su edificio es bello y famoso -dije a las niñas-. La gente lo llama el Carnegie Hall del este, por parecerse a la célebre sala de conciertos. Dicen que es el único edificio de departamentos en Nueva York en el que alquilan cada piso equipado con refrigerador, congelador, cocina y un Steinway -miré a Evie y ella sonrió.
-Esa fue una ventaja de conseguir la custodia exclusiva. No hubo presiones acerca de quién se quedaba con el departamento. Además, me agrada vivir con tantos vecinos que se dedican a la música. Ahora dime lo que me muero de ganas por oír. ¿Qué estás haciendo en el aspecto musical en este momento?
Traté de hallar una respuesta.
-Ahora estoy estudiando un concierto para piano de Mozart...
-¡Es maravilloso! -exclamó Evie.
Y después agregué con cierta vergüenza:
-Sólo que estoy dejando que Daniel Barenboim lo interprete. Quiero decir que estoy tan ocupado en el laboratorio que lo único que puedo hacer es oír los discos compactos en el sistema de sonido. Pero de todos modos, es una larga historia y hablaremos acerca de ella la próxima vez... que espero sea pronto.
En el ascensor, presencié el diálogo sin palabras entre Evie y sus hijas y sus gestos de asentimiento.
-Oye, Matt, a las niñas y a mí nos gustaría que vinieras a cenar.
-Me encantaría.
Nos dedicamos a la difícil tarea de armonizar nuestras agendas. Las niñas tomaban lecciones de música los lunes. Evie enseñaba los martes y jueves hasta las diez y media de la noche. Yo impartía mis seminarios los lunes y jueves por la tarde. El primer día en que pudimos ponernos de acuerdo fue casi dos semanas después, lo que me pareció bien, puesto que necesitaba tiempo para poner en orden mis pensamientos.
Redescubrir a Evie había abierto una veta de recuerdos. De oportunidades desperdiciadas, de probabilidades perdidas. Jamás debí haber permitido que nos separáramos. Una cosa era segura. Ahora que nos habíamos vuelto a encontrar, nuestra amistad volvería a comenzar precisamente a partir del punto en que la habíamos dejado. Y esta vez no habría intermedios.
EL PROBLEMA DE SER un excéntrico es que todo el mundo se da cuenta cuando uno empieza a actuar de manera que se asemeje, aunque sea remotamente, a lo normal.
Por lo tanto, cuando dos semanas después salí del laboratorio a las seis en punto de la tarde y avisé que regresaría hasta el día siguiente, las habladurías no se hicieron esperar. Había ocultado los detalles incluso a Paula, mi secretaria. Sólo le había pedido que anotara en la agenda “cena a las siete y media” esa noche.
El Carnegie Hall del este estaba a la altura de su reputación. Cuando entré, reconocí a un pianista famoso y a su esposa, que a las claras se dirigían a un concierto. Y el encargado del ascensor, un italiano llamado Luigi, conversaba incesantemente de música a medida que transportaba a su clientela a sus respectivos destinos. Cuando llegué al piso de Evie, no me sorprendió oír el Tercer concierto para piano de Rachmaninoff emanando en vivo del departamento de su vecino. Sin embargo, lo que más llamó mi atención en ese momento fue el fuerte aroma a tomates y ajo que salía por debajo de la puerta de Evie. Por extraño que parezca eso me causó una profunda impresión: iba a tener una verdadera cena hogareña, no de un restaurante u horno de microondas. Y aguardándome para reunirme con ella, a una verdadera familia.
Debbie abrió la puerta principal y anunció que su madre se había entretenido en una junta de la facultad y que apenas había llegado a casa unos minutos antes.
-¿Podrías regresar un poco más tarde? -sugirió de manera servicial-. Todavía no estamos listas.
-¡Debbie! -se oyó la voz de Evie, con tono de desaprobación-. Haz pasar a Matthew a la cocina en este instante.
Evie sonrió cuando entré.
-Hola. Como la jefa de camareras acaba de informarte, estoy un poco retrasada. ¿Serías tan amable de abrir el Chianti?
Mientras Lily gratinaba el queso parmesano en una cacerola, Evie vertió la pasta en un escurridor. El delantal que llevaba puesto cubría un vestido sencillo, aunque favorecedor, que estoy seguro no habría usado para dar sus clases. Nos besamos en la mejilla.
Durante la cena, fue grato compartir con ellas mis recuerdos de Adi Shuma. Poco después, las niñas, de manera manifiesta, decidieron no tomar en cuenta la orden inequívoca de Evie de que se levantaran de la mesa y fueran a hacer sus deberes escolares. Al final, tuvo que recurrir al mandato expreso.
-Señoritas, creo que será mejor que se vayan y empiecen sus devoirs o no habrá tiempo para llamadas telefónicas.
Al oír esa amenaza, las dos se esfumaron, aunque la renuente Debbie alargó el tiempo para pedirle a su madre que le permitiera volver y “escuchar cuando empiecen a tocar”.
-Nadie mencionó nada acerca de tocar -Evie respondió con un leve dejo de vergüenza-. Matthew está cansado y es posible que sólo desee sentarse en un sillón y descansar.
Entonces, para recalcar el cambio de tema, se volvió hacia mí y preguntó:
-¿A qué hora empiezas a trabajar en el hospital generalmente?
-En verdad, hay ocasiones en que paso las noches enteras en el laboratorio.
Ese defecto en mi personalidad causó una impresión equivocada en las niñas.
-¿Quieres decir acaso que no te acuestas para nada? -preguntó Lily, abriendo los ojos desmesuradamente.
-¡Oh!, siempre duermo siestas breves acurrucado en mi sofá.
-¿Por eso no estás casado? -preguntó ingenuamente Debbie. El rostro de Evie se sonrojó e hizo valer su autoridad.
-Ya basta de preguntas, jovencita. Ahora te ordeno oficialmente que te retires.
-De acuerdo. Espero verlos más tarde.
-¡Dios mío! ¡Vaya que son encantadoras! -exclamé, sin dejar de sonreír-. ¿Cómo puede Roger tolerar estar lejos de ellas:
-¡Ah!, se las arregla -respondió ella sin disimular su resentimiento-. Durante el año escolar, creo que incluso programa sus giras para que coincidan con las vacaciones de manera que no les sea posible estar con él.
-Lo siento, Evie -ofrecí en tono compasivo-. No te mereces eso. Me refiero a que tú también deberías tener la oportunidad de salir de gira.
-Tal vez cuando las niñas sean mayores. Sólo tengo que esperar. Y bien, ya nos contaste acerca de tus proezas médicas. Ahora dime sinceramente lo que estás haciendo en el aspecto musical.
No había que guardar las apariencias, pues sabía que el tema saldría a colación tarde o temprano. Después de todo, era nuestro lazo en común. ¿Qué podía ofrecer como explicación racional? ¿El trauma del disparo? Nunca le había confesado eso a nadie. Y sólo en ese momento, al abrir el corazón a Evie, empecé a comprender a cabalidad el alcance del doloroso silencio en el que había vivido todos esos años. También me di cuenta, mientras conversábamos, de que Evie era la única persona en el mundo con la que podía compartirlo.
Empecé con aquella tarde después del concierto en Crans.
-¡Dios mío, Matt! -Evie se llevó la mano a la frente con incredulidad-. Y, ¿cómo puedes soportarlo? Debe de haber sido desolador.
¿Cuántas veces me había hecho yo mismo esa pregunta?
No pronunciamos una palabra durante unos cuantos minutos. Entonces, me miró con ansiedad y pidió:
-Cuéntamelo todo. Por favor, Matt, no tengas miedo.
Hablamos hasta altas horas de la noche. Acerca de Silvia, de París, de África y, después, de la desaparición total de Silvia.
Evie se limitó a escuchar. Por fin, cuando terminé, me miró un momento y afirmó:
-Todavía estás enamorado de ella.
-No lo sé. Creo que ella aún ocupa un lugar en mi alma.
-¿Todo el tiempo?
-Por supuesto que no. De vez en cuando. Oye, no es nada del otro mundo.
-No es así como me lo parece -respondió Evie con preocupación-. Dime, Matthew, ¿por qué sufres después de todo este tiempo? Quiero decir, ¿crees que ella piensa en ti alguna vez?
-No lo sé -traté de eludir la respuesta. Después, agregué-: Probablemente no -y, por último-: más bien, por supuesto que no. Para nada.
-Puedes estar seguro de que no -comentó Evie con rabia-. Por todos los cielos, Matt, la música era lo más importante en tu vida. ¿Cómo pudiste permitirle que te robara tu propia esencia?
No tenía respuesta a esa pregunta.
-Vamos, Matt. Soy yo, tu vieja amiga Evie. Mírame a los ojos y di que eres capaz de vivir sin tu música -colocó la mano sobre la mía y dijo que era lo peor que podía imaginar que le sucediera a un artista.
Le recordé que yo era un médico.
-Eso no te hace menos artista -replicó. Meditó un momento y luego preguntó-: ¿Has hecho algún intento desde entonces? Quiero decir, ¿aunque sea por interpretar algo tan sencillo como el Minué en sol?
-Evie, todo se ha ido. Cada nota. Casi he llegado a acostumbrarme. Es decir, como médico, he salvado vidas. Eso constituye una especie de privilegio. Créeme si tuviera que elegir...
-¿Pero por qué tienes que hacerlo, Matthew? ¿Por qué tienes que castigarte así?
En cierta forma, lamenté habérselo contado. Y, sin embargo, en el fondo del corazón pude comprender que si nuestros caminos no hubieran vuelto a cruzarse, no podría haber sobrevivido mucho tiempo más.
A LA MAÑANA SIGUIENTE, llamé por teléfono a Evie para darle las gracias. Ella me comentó que les simpaticé mucho a las niñas y que le rogaron que volviera a invitarme pronto.
-A propósito -preguntó-, ¿te interesaría asistir a una fiesta en la que interpretamos a Mozart de este sábado en ocho? Todos los años, un grupo de amigos nos reunimos en su honor. Quienes desean tocar tienen la oportunidad de hacerlo.
Me pareció que Evie me estaba presionando un poco, pero se apresuró a tranquilizarme.
-Los que no tocan un instrumento la hacen de público. De modo que todo lo que tienes que hacer es sentarte, escuchar y perdonar los errores imperdonables.
-¿Errores?
-Claro. Es un grupo muy heterogéneo de músicos. Mi mejor amiga, Georgie, da clases de viola en nuestro departamento en Juilliard. Su esposo, Harvey, es contador y un verdadero encanto, pero, para decirlo de la manera más suave posible, es un chambón en el teclado. Fingimos escuchar, porque pone mucho entusiasmo. ¿Te gustaría acompañarme?
-Suena divertido. ¿A qué hora quieres que pase por ti?
-¿Te parece bien a las ocho de la noche?
-Fantástico. Esperaré con impaciencia.
LUIGI NOS TRANSPORTÓ a la fiesta, tres pisos más abajo, a toda velocidad y aprovechó el corto trayecto para conversar conmigo.
-El caballero es pianista, ¿verdad?
-¿Quién le dijo? -respondí un poco paranoico.
Evie negó con la cabeza. Luigi reveló entonces:
-Como no lleva ningún instrumento... ¿Qué más podría tocar si no es el piano?
-Bueno, podría ser cantante -bromeé.
Nuestro interlocutor meditó por una fracción de segundo y luego dijo de manera concluyente:
-Lo dudo mucho.
La conversación terminó. Habíamos llegado.
Nunca me he desenvuelto muy bien en las fiestas; por esa razón siempre me sentí agradecido por tener la oportunidad de hacer música. Sin embargo, en esta ocasión no estuve ajeno a la conversación, ya que el tema me resultaba familiar y era capaz de exponer un análisis propio de los nuevos artistas en escena.
Fue como una intensa sesión de práctica sobre el repertorio del buen Amadeus, con mucho énfasis en las cuerdas. Enseguida llegaron a los quintetos. El mi bemol era el orgullo de nuestro anfitrión, el contador filarmónico. Evie me dijo que había trabajado en esa obra todo el año.
Mientras los demás participantes tomaban sus lugares alegremente, afinando y conversando, él se quedó de pie ansioso y escudriñó el público. No sé por qué, pero su mirada se posó en mí.
-Mmm, he notado que no tocas. ¿Serías tan amable de ayudarme a dar vuelta a las páginas?
-Con mucho gusto.
Comenzamos como si Harvey hiciera los trabajos de Hércules sólo para seguir el compás de la música. Me sentí como cuando era residente y observaba a un médico particularmente torpe estropear una operación sencilla. Gracias a Dios terminó. Entonces, Evie y algunos amigos colegas se acercaron para tocar un quinteto de cuerdas. Cuando pasó cerca de mí, me dio un beso y susurró:
-Hiciste un magnífico trabajo, Matt.
-Gracias -reí y le devolví el beso.
Evie tuvo la atención de no aludir a mi pasado como pianista, pero a todas luces había hecho algunas confidencias a una amiga o dos respecto a mi futuro como... ¿socio?, ya que casi todos con los que conversé se aprestaron a recomendarla como persona y como música. Uno de ellos tuvo el valor de opinar que su ex esposo, Roger, era un verdadero canalla por haber dejado a una chica tan valiosa.
-Tarde o temprano volverá de rodillas.
No si yo podía impedirlo.
Nos quedamos tan tarde en la fiesta que, al salir, Luigi ya se había marchado a casa. Cuando al fin volvimos al departamento de Evie, Bob, el velador, esperó para ver si iba a bajar. No estaba seguro de lo que Evie deseaba, pero gracias al cielo ella sí lo sabía.
-No hemos tenido oportunidad de conversar esta noche. ¿Por qué no pasas un rato?
-De acuerdo -respondí, y Bob desapareció.
-Prepararé café y lo tomaremos en el estudio -dijo mientras señalaba la habitación a la derecha de la puerta de entrada.
Me dirigí al estudio y encendí la luz. Era el paraíso de un músico. Todo el espacio que no estaba tapizado de libros se encontraba recubierto de corcho como aislante acústico. La biblioteca de Evie parecía contener todas las obras que se habían escrito sobre el violonchelo. Su atril estaba instalado cerca de la ventana para que pudiera disfrutar de la vista del río mientras tocaba. También había un piano de cola Steinway.
Evie entró llevando una bandeja con dos tazas de café en el instante en que yo me aproximaba al instrumento. Tuvo la infinita delicadeza de no decir nada. Tomé la bandeja, la coloqué sobre la mesa y la abracé. Nos estrechamos con gran fuerza un momento. Después nos besamos, ya no como simples amigos, sino a punto de convertirnos en amantes. Era lo más natural. Me separé de ella después de unos minutos y cerré la puerta con suavidad.
ESA NOCHE VOLVÍ a nacer. Sabía que al despertar, Evie estaría junto a mí. No sólo al día siguiente o al otro, sino en mañanas futuras. En lo sucesivo, abriría los ojos, extendería la mano y la tocaría. Por primera vez, sentí la fragancia de la eternidad.
Horas más tarde, me pareció que el Sol saliente nos recibía como parte del plan natural de las cosas. Me desperté enamorado.
Y entonces tuvimos que actuar con rapidez. Las niñas todavía estaban dormidas, de modo que disponíamos de tiempo suficiente para aparentar cierta propiedad. Evie se apresuró a ir a su habitación mientras yo me vestía sin demora y arreglaba el estudio para que pareciera como si hubiera decidido quedarme a pasar la noche en el último minuto.
En todo caso, desayunamos juntos como una familia y cuando regresaron a sus habitaciones para hacer lo que sea que hacen las niñas los domingos por la mañana, Evie y yo intercambiamos una franca sonrisa.
-Vaya, sucedió con bastante rapidez -comentó mientras reía.
-Pienso que conocernos desde hace veinte años difícilmente nos coloca en la categoría de apresurados. ¿No lo crees?
La expresión en el rostro de Evie lo dijo todo sin necesidad de palabras. La única pregunta era: ¿y ahora qué?
Nos sentamos a beber café y pretendimos hojear las secciones del diario dominical cuando ambos nos precipitamos a hablar de nuestro futuro en común.
-¿Vas a irte a casa? -preguntó ella.
-Más tarde. Al menos tengo que cambiarme la camisa.
-¿Pero después de eso?
-No lo sé. ¿Qué piensas?
-Bueno, ayer ya empezamos algo. ¿Cómo propones que esto continúe?
-Precisamente así, Evie, continuando. El único problema es que mi departamento apenas tiene suficiente espacio para tu violonchelo, mucho menos para tus hijas.
-¿Y por qué no te invito a quedarte, digamos, una semana?
-¿Qué opinarán las niñas?
-Bueno, convengo en que quizá haya problemas -admitió ella, sonriente-. Porque no creo que te permitan volver a marcharte.
-Y eso fue exactamente lo que sucedió.
LA SEMANA SE TRANSFORMÓ en un mes, luego en dos y después en tres. Una noche, Debbie, que no se andaba con rodeos, inquirió sin sonrojarse:
-Matthew, ¿puedo llamarte papá?
Miré a Evie mientras respondía:
-Eso depende de que tu madre me permita que yo la llame señora Hiller.
Ya lo había decidido desde hacía tiempo y sólo era cuestión de esperar el momento adecuado para pedírselo.
-Bueno, mamá, ¿vas a contestar que sí?
Evie estaba radiante de alegría.
-Si tú y tu hermana aceptan ser mis damas de honor.
-¿Eso significa que vamos a estrenar vestido? -Lily surgió de pronto de dondequiera que estaba escuchando.
-Sí, querida -contestó Evie-. Eso significa que todo será nuevo en nuestras vidas.
Una semana después, el juez Sydney Brichto fue a casa y nos unió en matrimonio en presencia de las hijas de Evie. Georgie, la amiga de Evie que tocaba la viola, fue la dama de honor, y mi asistente, el doctor Morty Shulman, fue el padrino de anillos. Como detalle especial, el esposo de Georgie, Harvey, tocó algo que se asemejaba a la marcha nupcial.
Me sentí vivo por primera vez. Sólo lo comprendí después de nuestro primer mes de matrimonio. ¿Cómo era posible que hubiera perdido tantos años de mi vida sin sentirme totalmente completo? Ya que nunca había vivido con nadie, excepto en África, no tenía idea de lo que significaba estar casado día con día. Me pregunté si alguien como yo, que vivía obsesionado a tal grado con su trabajo, podría estar a la altura de las circunstancias como esposo. Sin embargo, al haber dado por hecho que podía, Evie me dio la confianza para demostrar que ella tenía razón.
También me enseñó a ser padre. Muy pronto, empecé a visitar la escuela de las niñas para hablar sobre los problemas académicos con sus maestros, como si lo hubiera hecho toda la vida. Entonces la participación de Roger terminó por concretarse exclusivamente a estampar su firma en el cheque semestral. En cierto modo, yo había aprendido tanto al observar a Evie que empecé con ventaja en la ocupación más ingrata de la vida. Fue como si Evie y yo hubiéramos estado siempre juntos. Entonces se produjo en mí el momento decisivo.
El siguiente verano fui invitado a pronunciar un discurso en la reunión anual de la Sociedad Neurológica Internacional, que ese año se celebraría en Roma, Italia. Titubeé. Evie adivinó la razón de inmediato.
-Dime, ¿qué es exactamente aquello a lo que le tienes miedo, Matthew? ¿Acaso Silvia ha empezado a adquirir proporciones míticas en tu mente?
-Evie, no tengo miedo de verla.
-Entonces tienes miedo de no verla.
-No temo a ninguna de las dos cosas. Sólo déjame decirte lo que me gustaría hacer.
-De acuerdo. Te escucho -repuso ella con impaciencia.
-Bueno, desde mi punto de vista, Italia no es sólo un país. El verano es como un gran festival de música, donde hay más de un millón de tipos de conciertos diferentes: ópera en los Baños de Caracalla, la Plaza de Verona, podemos hallar lo que se te ocurra. ¿Por qué privarnos de esta experiencia increíble? Vamos a pasar cuando menos un mes ahí.
Mientras ella me echaba los brazos al cuello, dejé escapar un gruñido repentino.
-¿Qué ocurre ahora? -preguntó Evie.
Yo la miré.
-Ahora tengo que pensar en un discurso.
EL TEMA IDEAL ERA INCUESTIONABLE. Como parte medular de mi discurso tendría que exponer los resultados más recientes del procedimiento que había funcionado tan bien con Josh Lipton y, desde entonces, con otra media docena de pacientes. Evie se portó maravillosamente y me ayudó a prepararlo. Incluso insistió en que lleváramos a cabo un ensayo general completo en nuestra habitación antes de pronunciarlo frente al enjambre de criticones internacionales que iban a asistir.
Con su don infinito para el sensacionalismo, los medios de comunicación italianos se enteraron de mi investigación y en seguida me encontré con que una bandada de reporteros me trataba como si fuera todo un personaje.
Confieso que cuando las chicas salieron de compras a la Via Condotti, me dirigí a la central de operadoras del hotel y eché un vistazo a la guía telefónica de Milán.
Huelga decir que el número de Silvia no estaba registrado.
HABÍA PREPARADO UNA SORPRESA especial para las chicas. El sueño de toda la vida de Evie era visitar Venecia, de modo que hice los arreglos para pasar la última semana completa en ese lugar antes de volar de regreso a casa.
La ciudad legendaria con sus calles líquidas sobrepasó todas nuestras expectativas. Oímos a los coros cantar la música sacra de Giovanni Gabrieli en la Basílica de San Marcos y el Concierto para corno de Albinoni, interpretado bajo el magnífico techo pintado por Tiziano en la iglesia de Santa María de la Salud. La tarde siguiente, al cruzar la gran piazza bajo el cielo teñido de colores pastel por el ocaso, nos decepcionó el rasgueo de las orquestas de ancianos que tocaban las melodías populares más cursis en los cafés aledaños.
De pronto me di cuenta de que era tan feliz como un hombre tenía derecho a serlo. De manera impulsiva besé a las niñas y abracé a mi amante esposa.
Al día siguiente visitamos el Gran Teatro La Fenice. Esa joya clásica de los teatros de ópera, recubierto de terciopelo rojo, era el lugar en que se había llevado a cabo la representación original de La Traviata, mi “primera cita” con Silvia. Me quedé inmóvil un largo rato detrás de la última fila, contemplando el escenario vacío. Y, en cierta forma, sentí que por fin había caído el telón final. La heroína ya no esperaba tras bambalinas, dispuesta a aparecer cuando menos lo esperaba en el teatro de mi memoria. Ya no sería rehén del tiempo. Finita la commedia.
Un detalle, aparentemente inocuo, demostró la verdad de ese instante crucial,
Evie no era una persona vanidosa; sin embargo, cuando estábamos en el Hotel Danieli, la sorprendí, cuando yo salía de la ducha, mirándose al espejo de cuerpo entero y pellizcándose la cintura.
Sabía con exactitud lo que ella pensaba.
-Te ves bien, Evie. Tienes una figura adorable.
Se sonrojó por la vergüenza.
-No tienes que halagarme, Matthew. Sé que engordé casi dos kilos y medio.
-No me había dado cuenta -respondí, amoroso.
-Bueno, pues es verdad. Y tengo que hacer algo al respecto antes de que pierdas interés en mí. Voy a levantarme a trotar mañana temprano.
-¿Dónde esperas ir a trotar en Venecia?
-Me han dicho que, al amanecer, la Plaza de San Marcos es como Central Park. ¿Quieres acompañarme?
A las seis de la mañana, me levanté con gran dificultad de la cama, bebí rápidamente un poco de café y salí arrastrando los pies a la hermosa piazza, donde nos incorporamos a cuando menos una media docena de fanáticos del ejercicio, sin duda todos de nacionalidad estadounidense, vestidos con prendas estrafalarias y calzado deportivo caro.
Mientras hacíamos el lento y agobiante recorrido, observé la mirada de determinación en el rostro sudoroso de Evie. “Me ama de verdad”, pensé. “Quiere seguir viéndose atractiva para mí. No le gustaría envejecer. Creo que no se da cuenta de que una de sus cualidades más atrayentes es el hecho de que su belleza ha trascendido el tiempo”.
A partir de ese momento, anhelé envejecer junto a mi esposa. Me refiero a que ya había aprendido la diferencia que hay entre un coup de foudre, un flechazo, que inspira a un joven de veinte años y el amor profundo, que captura a un adulto maduro a través de una especie de ósmosis lenta, pero poderosa. Esta clase de emoción perdura porque se adapta al cambio. Muchas veces, imaginaba a Evie canosa e incluso podía asegurar que ella aún me amaría cuando yo hubiera perdido todo el cabello.
La pasión madura no es inmutabilidad. Es crecimiento.
De repente, comprendí que, en mi imaginación, Silvia no había cambiado en absoluto desde el último momento que la vi. En mis ensueños, permanecía por siempre joven. ¿Cómo podría la realidad de Evie competir con la perfección inmutable de Silvia?
Pero entonces se me ocurrió una idea extraña. ¿Y si en verdad hubiera pasado junto a Silvia en algún momento durante ese último mes? ¿Cómo podría haberlo sabido? Tal vez su cabello negro como las alas del cuervo ya había encallecido y tenía algunas arrugas que le surcaban el rostro. Quizá, igual que Evie, había engordado un poco aquí y allá. La Silvia que recordaba ya no existía.
Sujeté la mano de Evie. Ella aminoró el paso y dejó de correr.
-Oye, tigre -dijo sonriendo y con la respiración un poco entrecortada-. Será mejor que te pongas en forma.
Esbocé una sonrisa.
-Tienes razón, en especial con una esposa tan joven como tú.
Abrazados, caminamos despacio de regreso al hotel mientras los rayos del Sol bañaban la Plaza de San Marcos. Y mi corazón rebosaba de amor.
Ocho
Los años siguientes transcurrieron con la serenidad propia de la Sinfonía Pastoral de Beethoven. Fuimos muy felices. Al menos, así fue durante mucho tiempo.
Entonces, súbita e inesperadamente, recibí la perturbadora llamada telefónica de Nico Rinaldi que me dejó pasmado. De manera irónica, desquiciadora, Silvia reapareció en mi vida cuando al fin creía haberla exorcizado.
Debí haberme negado en seguida. Eso hubiera sido más sencillo para todos nosotros. Así, el suceso habría pasado rápidamente y sin causar más sufrimiento. Tenía que hablar con Evie. Conocía de memoria su horario. En ese preciso momento, debía estar en medio de sus horas de oficina en Juilliard, de modo que la llamé de inmediato.
En el instante en que la saludé, percibió algo extraño en mi voz.
-Matt, ¿qué ocurre? ¿Te encuentras bien?
Empecé a contarle lo que acababa de suceder.
Su reacción al escuchar el nombre de Silvia fue un involuntario “¡ah!” Le expliqué con claridad y prontitud el motivo de nuestro inminente encuentro.
Evie reflexionó un segundo y luego musitó:
-¡Qué terrible noticia! ¿Crees que puedas ayudarla?
-Tal vez. No lo sé, pero quiero decirte que me siento un poco inquieto al respecto.
-¿Por qué? Ahora sólo es una paciente más, ¿no es así?
No contesté de inmediato.
-¿No es así, por todos los cielos?
-Por supuesto -intenté parecer convincente.
-Entonces, ¿de qué tienes miedo, Matt? Me amas a mí, tonto. Mira, todo va a salir bien. Vas a curarla. Y luego te curarás al fin de ella. Resiste. Te llamo después.
Cuando colgó, no pude evitar pensar: “¡Ojalá pudiera sentirme tan confiado como Evie”
¿POR QUÉ ACCEDÍ a verla? ¿Qué podría ganar con todo eso? ¿Disculpas? ¿Alguna especie de satisfacción espiritual? ¿O tal vez lo que me motivaba, ya que no estoy por encima de esos sentimientos, era el deseo de venganza?
Todo ese tiempo había sabido que Silvia aún estaba viva porque leía acerca de ella en los periódicos. Había visto los mensajes públicos que anunciaban al mundo que se había casado, que tenía dos hijos. ¿Acaso ella había intentado alguna vez averiguar cómo estaba yo?
En ese momento, mí secretaria, Paula, timbró por el aparato de intercomunicación y anunció:
-El señor y la señora Rinaldi -y en seguida se abrió la puerta de mi consultorio.
Curiosamente, lo vi a él primero. Supongo que quería ver por qué lo había preferido a mí.
Era alto, de hombros anchos y frente amplia. A ambos nos empezaba a ralear el cabello, aunque a él de una manera más elegante. Nico ejercía su carisma con habilidad. Me estrechó la mano con seriedad y firmeza, la voz sonó segura y modulada. Completamente bajo control.
-Doctor Hiller -dijo, mirándome de frente-. Gracias por recibirnos con tal prontitud.
-Por favor, siéntense -¿acaso me delató un leve dejo de temblor en la voz?
Por fin la miré. Todavía era muy hermosa. El brillo de esos ojos no había disminuido. A pesar de la enfermedad y el paso del tiempo, no había perdido su encanto.
Ella evitó mi mirada cuando murmuré:
-Me da gusto volver a verte.
Entonces, comprendí con claridad. Ella me tenía miedo ahora.
Sin embargo, en esa mujer, exquisita incluso a la sombra de la muerte, reconocí a la persona que había amado de manera tan apasionada.
Y, como un hombre de pie a la orilla de la playa, atrapado súbitamente por una resaca poderosa, sentí que perdía el equilibrio.
Se sentaron uno al lado del otro frente a mi escritorio. Rinaldi la tomó de la mano. Era evidente que lo hacía para marcar su territorio, por supuesto. Me recordaba que, aunque iban a solicitar mi ayuda, ella le pertenecía.
Por su parte, Silvia se sentó pasivamente y no dijo nada.
Niccolo tomó la iniciativa.
-¿Y bien, doctor Hiller? Supongo que habrá tenido oportunidad de revisar el historial clínico de mi esposa.
-Sí, señor Rinaldi, así es.
-¿Y?
-Estoy seguro de que no resultará nada nuevo para ustedes decirles que el tumor está muy avanzado.
En apariencia, él tomó mi afirmación como una crítica implícita y se sintió obligado a defenderse.
-Preferí ser muy cauteloso, doctor. Pensé que el cuchillo del cirujano implicaba un riesgo demasiado grande. Ya la trataron con quimioterapia y radiación. En la mayor parte de los casos, eso habría sido suficiente.
“¡Cretino arrogante!”, grité en mi interior. “¿Por qué no la trajiste conmigo en cuanto descubrieron el tumor maligno?”
Solamente para demostrar que había estudiado el expediente con atención, hice algunos comentarios generales respecto a las notas del historial médico. Después, el procedimiento normal requería que revisara el fondo de los ojos con un oftalmoscopio. Había realizado esa rutina un millón de veces, pero jamás me detuve a pensar en el grado de intimidad que eso entrañaba. Sin embargo, no tenía ante mí a una paciente común. Se trataba de Silvia Dalessandro.
Caminé hacia ella. Al acercarme, reconocí su perfume, que le imprimió una cierta sensación de realidad a lo que parecía un sueño. Entonces me incliné para observar dentro de las pupilas. Eran los mismos ojos que había contemplado hacía media vida.
Inevitablemente, las frentes se rozaron. Ella estaba en silencio. Me pregunté si los mismos recuerdos sensuales afloraban a la superficie de la piel de Silvia. Me sorprendió la fuerza de los sentimientos que experimenté después de todo ese tiempo. La voz de Rinaldi interrumpió mi ensueño de manera abrupta.
-¿Qué opina, doctor? -preguntó cortante.
No le respondí directamente, sino que me concreté a suspender la revisión, me puse de pie y retrocedí detrás de la fortificación de mi escritorio.
-Señor y señora Rinaldi, he meditado la cuestión seriamente. En verdad creo que, para todos los interesados, sería mejor si otro médico atendiera el caso.
-Pero usted es... -Nico empezó a protestar.
-No me refiero a otro método, puesto que considero que el camino de la genética es la única opción que queda por intentar. Sin embargo, hay otros expertos. Por ejemplo, mi colega, el doctor Chiu en San Diego...
Silvia miró a Nico con una expresión de impotencia, invadida por el pánico. Parecía estar a punto de decir algo, pero él la acalló con un ademán.
-Yo me haré cargo de esto -dijo en italiano.
Se puso de pie de inmediato, en lo que quizá constituía un intento por intimidarme.
-Bien, doctor Hiller -empezó a decir-. Sin entrar en detalles, puedo entender su renuencia a aceptar este caso. Respeto su sentir en este asunto. Por otro lado, es de sobra conocido que usted fue el precursor de este trabajo. Ha realizado el procedimiento muchas veces y su récord es el mejor. Se aproximó a mi escritorio y me miró taciturno a los ojos.
-¿Sería capaz de negarle esto a mi esposa? -golpeó el escritorio con el puño derecho.
En ese momento, Silvia propuso con voz atemorizada:
-Nico, creo que será mejor que nos vayamos.
Él no prestó atención y continuó resuelto a persuadirme, aunque el tono en esa ocasión era a todas luces una súplica. Oí que la voz de Nico casi se ahogaba cuando pidió:
-Por favor.
Sobra decir que la amaba.
Durante los minutos siguientes, los tres permanecimos en silencio, absortos en nuestros propios pensamientos y preguntándonos qué iba a hacer. Al fin, me oí decir:
-De acuerdo... de acuerdo, señora Rinaldi -respiré hondo y empecé a explicar-: No puedo afirmar que me gusta lo que veo. El nervio óptico está muy inflamado, lo que indica que existe presión dentro del cráneo. Pero no hace falta decirle eso. Usted es doctora. Sé que ya le hicieron una tomografía; sin embargo, me gustaría que le practicaran otra. Llamaré para concertar la cita. ¿Prefiere alguna hora en particular?
-No, estamos a su disposición -Nico volvió a ser cortés.
-Gracias. Ahora, permítanme recordarles que el tumor ha crecido de manera peligrosa, incluso para la terapia genética.
-¿Pero intentará tratarlo? -Nico interrumpió.
Esperé una fracción de segundo antes de contestar para asegurarme que él comprendiera que le había dado la consideración debida a su pregunta.
-Sí, siempre que no haya contraindicaciones en el análisis de sangre. Sin embargo, ninguno de nosotros debe abrigar falsas esperanzas -hice una pausa y luego pregunté-: ¿Está claro?
Nico respondió:
-Sí, doctor. Pero suponiendo que no se presenten, digamos, problemas, ¿cuándo podría empezar?
-Le pediré a mi enfermera que tome la muestra de sangre en este momento para realizar los exámenes habituales enseguida. Eso significa, si todo sale bien, que empezaríamos en cuanto tengamos los resultados. Es de suma importancia que permanezcan en Nueva York. Con un glioma vascular maligno siempre existe el riesgo de que se produzca una hemorragia. Y mientras menos se movilice, será mejor.
- No hay problema -accedió él-. Tenemos un departamento aquí y contamos con los servicios de una enfermera de tiempo completo. Resulta que tengo que tomar un vuelo a Italia en unas cuantas horas, pero volveré pasado mañana a más tardar. Además, siempre podrá localizarme por teléfono.
-Excelente -dije, al mismo tiempo que en mis adentros me pregunté cómo era posible que se sintiera tan total y absolutamente seguro de sí mismo como para dejarme solo con Silvia.
Después de que se marcharon, me quedé sentado con la cabeza entre las manos, pensando por qué había accedido a verlos. Me sentí tentado a cancelar el resto de las citas de mis pacientes. Sin embargo, no quería estar a solas con mis pensamientos. Así que durante las horas que siguieron, me ensimismé en la mortalidad de los demás.
A las tres de la tarde el teléfono sonó. Era Evie.
-¿Cómo te fue? -preguntó.
-Bien. Está muy enferma.
-Lo siento. Pero tú, ¿cómo te sentiste?
-Triste por ella -contesté. Lo que, de todos modos, era parte de la verdad.
-Intuyo que hay mucho de qué hablar. ¿Por qué no nos vemos en The Ginger Man y cenamos tranquilos? Debbie tiene clases de ballet y Lily de violín. Después de ir por ellas y darles de cenar, serán las ocho más o menos. ¿Crees que ya te habrás desocupado para entonces?
-Por supuesto. Te llamaré.
Colgué y traté de enfrascarme en mi trabajo, por lo que me dediqué a escribir notas para mis conferencias y dictar algunos informes. Puesto que había pedido que no me interrumpieran, hice caso omiso de las llamadas telefónicas. Después de casi quince minutos, Paula timbró:
-Ya sé lo que dijiste, Matt, pero la señora Rinaldi está muy ansiosa de hablar contigo.
-De acuerdo, comunícala.
-Hola. ¿Te interrumpo?
-No te preocupes, Silvia. ¿De qué se trata?
-¿Puedo verte? ¿Podrías venir a la casa?
Estaba a punto de asegurarle que tenía exceso de trabajo cuando añadió:
-La verdad es que necesito hablar contigo.
Miré el reloj. Si conseguía que Morty Shulman se hiciera cargo del seminario vespertino, podría ver a Silvia y aun llegar a tiempo para la cita con Evie. Propuse alguna hora antes de las cinco de la tarde y aceptó.
Era una tarde de febrero inusitadamente tibia. Y yo necesitaba tomar un poco de aire y ordenar mis ideas, de modo que decidí caminar hasta su penthouse en la Quinta Avenida y la Calle Sesenta y ocho, sin dejar de preguntarme todo el tiempo que seria lo que estaba a punto de oír.
UNA SIRVIENTA ITALIANA vestida con uniforme blanco y negro y toca abrió la puerta, tomó mi abrigo y me acompañó hasta la gran terraza con vista a Central Park. Silvia, que se encontraba recostada en un sofá, vestía ropas abrigadoras y tenía cubiertas las piernas con una frazada de lana. Me presentó a Carla, su enfermera, que estaba sentada a su lado. La mujer se puso de pie respetuosamente. Expliqué que los resultados de los exámenes de sangre estaban bien y que había programado el estudio radiológico para las diez de la mañana del día siguiente. En ese momento, la enfermera se retiró con gran discreción.
Miré a Silvia y pregunté:
-¿Por qué me llamaste?
-Cuando Nico se fue, de repente tuve miedo.
-¿De qué exactamente?
-De morir -el temor era patente en su voz.
-Pero Silvia, prometí que haría todo lo posible por ayudarte.
Alzó la mirada hacia mí.
-Ya lo sé y ahora que estás junto a mí, me siento mejor... Matthew -su mirada y, en especial la forma en que pronunció mi nombre, confirmaron que no me había equivocado. Una vez, al menos, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado, yo había sido el centro de su vida-. ¿Puedes quedarte un rato?
Me senté junto a ella.
-Lamento que haya sido por esta razón, Matthew. Pero estoy muy contenta de volver a verte.
No contesté. Intuí que la conversación nos estaba conduciendo a ciertas áreas que extralimitaban la relación entre médico y paciente; sin embargo, ella insistió.
-¿Recuerdas el final de la ópera de Gluck, cuando Orfeo pierde a su amada y canta el aria desgarradora “¿Qué voy a hacer sin Eurídice?” Así fue exactamente como me sentí al perderte. Hay muchas cosas que necesito decirte, Matthew.
Mentiría si dijera que no me consumía el ansia por saber qué había sucedido en aquella época. Que si no preguntaba, me iría a la tumba especulando cómo había sido posible que ella me hubiera amado en un momento y me hubiera traicionado al siguiente.
-Escucha, quiero que sepas algo -dijo con vehemencia.
Esperé.
-Tú fuiste el amor de mi vida.
Aunque había fantaseado con eso al menos un millón de veces, jamás creí en realidad que alguna vez llegaría a escuchar a Silvia decirlo. Sus palabras me tomaron desprevenido y empañaron mi juicio. Ahora tenía que saber.
-Entonces, ¿por qué, Silvia? ¿Por qué te casaste con él?
Desvió la mirada.
-Es muy difícil de explicar. Nunca lo entenderías.
Me di cuenta de que estaba afligida, de manera que elegí las palabras con sumo cuidado.
-Silvia, ¿qué pasó exactamente después de que me dispararon?
La invadió una súbita expresión de angustia. Noté que el mero hecho de pensar en el trance le causaba dolor. Estaba a punto de romper en llanto.
-Fue espantoso, Matt. Pasé las peores horas de toda mi vida cuando trataba de llevarte vivo de regreso a la clínica. Estaba segura de que ibas a morir y que todo iba a ser por mi culpa. Si tan sólo hubiera empezado a conducir cuando me lo ordenaste la primera vez. Sólo conservo un recuerdo fijo de todo ese trayecto: tú, tendido e inconsciente a mi lado, y lo único que podía hacer en ese momento para ayudarte era tratar de que la herida dejara de sangrar. Lo siguiente que supe fue cuando François y Gilles te sacaron en brazos del camión.
-En el instante en que te encontraste a salvo bajo su cuidado, me pareció que el cielo se me venía encima. Simplemente me derrumbé -empezó a sollozar en silencio.
Su relato me conmovió. Hasta ese momento, jamás me había puesto a pensar en la terrible pesadilla que debió de haber sido para ella el largo trayecto de regreso.
-No me digas más, creo imaginar lo que ocurrió después de eso -comenté en voz baja.
Dejó de llorar y me miró a la cara -François no contaba con nadie que fuera capaz de operarme para extraer la bala. Tenías que llevarme a Europa, pero la única forma de salir de Eritrea era en uno de los helicópteros de Nico estacionados en la plataforma del Mar Rojo. Lo llamaste.
-Sí.
-Y el precio por salvar mi vida fue...
Ella afirmó con la cabeza sintiéndose culpable.
-Pero eso se llama chantaje. Si sólo me lo hubieras dicho.
-Pero Matthew, ¿acaso no te das cuenta? No podía hacerlo. Me sentí obligada. En especial porque te salvó la vida.
La miré fijamente, apenas capaz de creer que lo que siempre había querido pensar era la verdad. Así que ella me había amado después de todo. Su tristeza palpable me hizo desear poder abrazarla y ofrecerle consuelo.
Y en ese instante perdoné a Silvia por todo.
NOS SENTAMOS JUNTOS sin hablar siquiera y observamos el ocaso. Empezaba a sentirme ansioso por marcharme.
Entonces, Silvia suspiró.
-Ahora no me resultará tan terrible, Matthew. Si muero, al menos te habré visto otra vez.
-Pero no morirás, Silvia -insistí.
Me miró.
-Por alguna razón, cuando te oigo decir eso, lo creo. ¿A cuántos has curado aparte del chico Lipton?
Vaya, entonces ella había seguido mi carrera después de todo.
-Bueno, Josh va a terminar el bachillerato el próximo año. Katie acaba de tener a su segundo bebé. Donnie Cohen y Paul Donovan llevan una vida completamente normal.
-¿Son todos?
-Tú eres doctora, Silvia. Sabes muy bien que no existe un índice de éxito del cien por ciento -confié en que ella no sondeara más, y no lo hizo. Miré el reloj.
-¿Tienes que marcharte? ¿No tienes tiempo para quedarte a tornar una copa?
Recordé que había prometido telefonear a Evie.
Silvia ya había llamado con la mano a la sirvienta, que se presentó enseguida y aguardaba sus órdenes.
-¿Todavía tomas vino blanco, Matthew?
-Sí, claro -capitulé, pero me sentí molesto por ceder.
La sirvienta reapareció sin tardanza con una bandeja en la que llevaba una botella de Puligny-Montrachet y dos copas.
Tal vez éste era el resplandor del crepúsculo, pero entonces me pareció ver un toque de color en el rostro de Silvia. Poco a poco, abrimos las puertas de la memoria y empezamos a recordar nuestras épocas felices. Quince minutos se convirtieron en media hora y después de un rato, preguntó:
-¿Quieres cenar algo antes de irte? -en esta ocasión pude haberme rehusado con facilidad; sin embargo, me quedé por voluntad propia.
Nos sentamos. El comedor era una habitación con techo alto en la que colgaban lienzos de Renoir, Cézanne y Seurat.
-¿Volviste a ver a François? -pregunté.
-En realidad, sí -comentó ella-. En cierto modo, se vendió.
-¿Qué quieres decir? Tiene a dos mil médicos trabajando en treinta y cinco países. ¿Cómo puedes llamar a eso “venderse”?
Me miró y sonrió.
-En la actualidad, no solamente se abotona la camisa, sino que también usa corbata y chaqueta.
-¡Oh! -dije, riendo-. Eso sí que es haberse transformado en un verdadero burgués.
-Cenamos con él en París el año pasado -continuó ella-. Quería conquistar a Nico para conseguir una donación. Al final de la velada, éramos unos cuantos millones de dólares más pobres y él tenía un hospital de campaña en Gabón.
-Hablando de hospitales, ¿en qué te especializaste por fin?
Ella frunció el entrecejo.
-Tuve que renunciar a la medicina hace mucho tiempo.
-¿Qué pudo haber desalentado tu increíble idealismo? Me refiero a que en Eritrea eras maravillosa con los niños.
-Bueno, Matthew, eso pasó en África. Italia es otro cantar.
-¿Eso qué significa?
-La medicina y el matrimonio no se combinan con facilidad. Tampoco tengo que decirte lo exigente que es la pediatría. Tú lo sabes. Además, Nico me necesitaba cerca por las noches y, por supuesto, también los niños.
Mi radio de mensajes sonó. Lo saqué. En la pantalla se leía: LLAMAR A SU ESPOSA. Me disculpé enseguida y marqué el número.
-¿Te encuentras bien? -preguntó Evie-. ¿Dónde estás?
-Tuve una urgencia -respondí evasivo-. Voy en camino.
Le explicaría todo al llegar a casa.
-Ven tan pronto como te sea posible. Tenemos mucho de que hablar. Prepararé algo para cuando regreses.
-No te preocupes, comí un bocadillo. Sólo quiero verte.
-Te estaré esperando, Matt.
Entonces regresé con Silvia.
-Lo siento, pero tengo que irme enseguida.
-Por supuesto, yo comprendo, Matt. Ya te entretuve demasiado. ¿Quieres tocar el piano para mí mañana?
Sentí un súbito escalofrío.
-Discúlpame, Silvia -repuse-. En realidad tengo que irme. Al acompañarme hasta la puerta, me tomó del brazo.
-No imaginas lo maravillosa que resultó esta velada. Muchas gracias por todo.
Caminé despacio a casa, meditabundo.
-LLEGA TARDE -comentó el encargado del ascensor.
-Sí, Luigi. Tuve una urgencia -respondí en un tono que confié que lo desalentara a seguir charlando.
Por desgracia, yo era uno de sus compañeros de conversación favoritos y siempre manejaba el ascensor a poca velocidad.
-La señora Hiller todavía está despierta -observó-. Escucho que practica.
Eso, al menos, era una información valiosa, porque cuando se trataba de practicar, Evie era una persona que actuaba de día. La única razón por la que tocaba por las noches, a no ser que fuera para un concierto, era para desahogar su indignación.
¿Y quién podría culparla por estar enojada? Eran aproximadamente las once de la noche. Todavía estaba tocando cuando entré en el departamento.
-Ya llegué -grité al pasar y dirigirme al estudio.
El acompañamiento grabado de piano para la Sonata en la de César Franck resonaba desde las bocinas gigantes Bose. No sabía si ella me había oído entrar, pero no se sobresaltó cuando la besé en la nuca.
-¿Cómo te fue? -preguntó.
-Fue un día muy ocupado -respondí-. ¿Quieres beber algo?
-Sí -contestó ella-. Lo que vayas a tomar.
Regresé con una copa de vino chardonnay de California para cada uno, pero ella no abandonó su instrumento, como si quisiera que el violonchelo fuera testigo de nuestra conversación. Por fin, hizo a un lado el arco y bebió un sorbo.
Esperó un momento y luego dijo con indiferencia fingida:
-¿Es hermosa todavía?
Traté de no verla a los ojos y contesté:
-Sí.
Titubeó y luego preguntó:
-¿Aún estás enamorado de ella?
-No -respondí de inmediato. Quizá con demasiada rapidez. Ella tomó el arco y empezó a tocar de nuevo.
-¿De qué hablaron?
-Del pasado.
-¿De algo en particular?
-Yo tenía razón. Nico la obligó a casarse con él.
-¡Qué suerte para mí! -repuso sin sonreír.
En seguida tocó un largo pasaje de música. Intuí que se estaba preparando para preguntarme algo importante. Acerté.
-¿Hay algo que quieras decirme?
Lo pensé un momento y luego hice acopio de valor para confesar lo ocurrido:
-Sí. Pasé la velada con ella.
Evie no pudo disimular el dolor que evidentemente sintió. ¿Por qué diablos no se lo dije por teléfono?
-Estoy cansada -repuso-. Me gustaría irme a dormir.
Cinco minutos después nos fuimos a la cama. Evie apagó su lámpara y se recostó sobre la almohada. Por un momento pensé en abrazarla y quizá iniciar una relación física. Mientras dudaba, ella me dio la espalda. Murmuré:
-Te amo, Evie -pero, en apariencia, se había quedado dormida de inmediato.
Cerré los ojos; sin embargo, por más que quise no pude conciliar el sueño. Después de un rato, me puse la bata y fui a la sala para mirar por la ventana la ciudad dormida.
Me pregunté a dónde nos conduciría todo eso.
A LAS DIEZ CUARENTA Y CINCO de la mañana siguiente, el conductor de Silvia llamó para informarnos que se encontraban a dos calles del hospital. Envié a Paula a recibirlos en la entrada. Según lo describió ella después, la limosina era tan grande como un Boeing 747. Cuando Silvia llegó a mi departamento, todas las cabezas se volvieron para mirarla. Era, con mucho, la paciente más elegante y bella que había tratado. Aun cuando no había tiempo qué perder y estábamos listos para comenzar el procedimiento, Silvia insistió en visitar el laboratorio para observar los diferentes aparatos futuristas que empleábamos en la reestructuración del ADN. Además, y sobre todo, para conocer a la gente que los manejaba, como sí al conquistar a todo el mundo, pudiera influir de un modo u otro en el desenlace.
La presenté primero a mi asistente, el doctor Morton Shulman, a quien colmé de elogios por su perspicacia científica. Quería que ella sintiera plena confianza de que si por alguna razón yo estuviera ausente en cierto momento, contaría con un médico experto en mi lugar. Resa tomó una muestra de la sangre de Silvia y le mostró la máquina que la “lavaría”.
Mort y yo la acompañamos después al laboratorio de radiología en el décimo piso y nos quedamos con ella mientras la sujetaban al aparato de resonancia magnética. Cuando concluyó la sesión, le pedí a Morty que la llevara abajo a tomar un café mientras yo me apresuraba a ir a la parte posterior a examinar las nuevas imágenes con el jefe de radiología, Al Redding. Cuando nos dirigíamos al ascensor, le comenté a Silvia:
-Mort es un charlista fantástico. Asegúrate que te cuente todo acerca de su suegra luchadora.
Cuando regresé, Al y sus asistentes tenían las imágenes en la caja de luz y las estudiaban detenidamente. Al me recibió con expresión seria.
-Echa un vistazo.
El daño era visible desde lejos; se trataba de una mancha tan grande que, a primera vista, parecía un defecto de la película.
-¿Cómo puede caminar todavía con algo tan enorme?
-No será por mucho tiempo -Al comentó de manera sombría -. Esa mujer morirá en menos de un mes.
Uno de los residentes me preguntó entonces:
-Doctor Hiller, ¿qué probabilidades hay de que su terapia funcione con una paciente que tiene un tumor tan avanzado?
No me encontraba de ánimo para compartir mis pensamientos, de modo que sólo respondí:
-Me gustaría estudiarlo a solas por unos minutos. ¿Estás de acuerdo, Al?
-Adelante -accedió-. Los chicos y yo iremos a comer algo.
Me dejaron solo en la habitación con la imagen del cerebro de Silvia en el que el tumor había causado estragos terribles y que, a no ser por un milagro inesperado, no había duda alguna de que la mataría tarde o temprano.
Súbitamente entendí la realidad con toda su crudeza. “¡Dios mío!”, pensé. “Silvia, mi primer amor. Todavía es joven. Apenas ha vivido la mitad de su vida. Y ahora no verá a sus hijos casados ni jugará con sus nietos”.
¿O existía aún alguna posibilidad de que mi protocolo pudiera salvarla? Necesitaba un punto de vista objetivo de alguien respetable en el campo.
La sincronización del tiempo funcionó de manera perfecta. El teléfono de Jimmy Chiu en San Diego empezó a sonar segundos después de que me comuniqué a su consultorio.
Lo saludé lacónico y le pedí que me hiciera el gran favor de interpretar un estudio que estaba por transmitir a la computadora de telerradiología de su hospital. Jimmy Chiu era un buen amigo. Ofreció subir de inmediato a verlo, cuando percibió mi urgencia. Devolvió la llamada en unos cuantos minutos.
-Sólo quiero saber qué opinas, Jim. ¿Crees que aún estemos a tiempo de tratar a una paciente con ese tumor, por ejemplo, por la vía del retrovirus?
-¿Hablas en serio? Ese glioma es tan grande que si no la mata, provocará una hemorragia que sin duda lo hará.
-¿No valdría la pena hacer el intento? -me rehusaba a darme por vencido. Él se dio cuenta de que yo esperaba que reconsiderara su opinión.
-Vamos, Matt. Existen límites. Debemos fijar nuestra atención en vidas que puedan salvarse. Y, a propósito, ¿quieres decirme de quién se trata?
-Lo siento -respondí-. Gracias por tu ayuda, Jim.
Colgué enseguida. Sin necesidad de actuar como un profesional estoico delante de nadie, oculté el rostro bajo el brazo y lloré. Entonces, poco a poco, recordé que Silvia me esperaba abajo.
¡Qué ironías de la vida!, la encontré riendo. Morty Shulman la divertía con una de sus mejores anécdotas. Ella vio que me acercaba, se alegró todavía más y me hizo un ademán para que me incorporara a la charla.
-Ustedes dos, señores médicos, deberían de estar en un escenario -observó, sonriente-. Matt podría ser un pianista de concierto y Morty tener su propio programa de televisión.
Mi colega más joven me miró sorprendido.
-Oye, no sabía que tocabas el piano.
-Más o menos al nivel de tu sentido del humor -repliqué.
Me senté y miré a Silvia con atención. Por primera vez, vi en su rostro la sombra de la muerte inminente, y sospeché que ella también lo sabía. Lo radiante que se veía en ese momento era una especie de esplendor final antes de que la flor muriera.
Pero ya sea por negación o por pura terquedad, Silvia continuó hablando de sus planes para el futuro. Desde las producciones que estaban planeadas para la siguiente temporada de ópera en La Scala hasta los viajes que realizaría ese verano con sus hijos. Todo ello ya no sería posible.
Morty y yo acompañamos a Silvia a su automóvil.
-¡Dios mío, Matt! ¿Has visto alguna vez una limosina más grande? -comentó él mientras se alejaban.
Tampoco he visto nunca en mi vida un tumor más grande, Mort. No tiene ninguna posibilidad.
-No -también él estaba auténticamente impresionado-. No esa mujer maravillosa y llena de vida. No puedo creerlo.
-Bueno, Mort -traté de interrumpirlo-. Voy a pedirte un favor muy especial. De aquí en adelante, Silvia será tu paciente. Quiero que la atiendas y te hagas cargo de que no sufra ni un instante. ¿Me explico?
Fue evidente que la misión encomendada lo acongojó.
-Pero Matt, ella vino desde lejos para que tú la trataras...
-Sólo haz lo que te pido, Mort -ordené-. Tú y Paula cerciórense de que Resa obtenga toda la ayuda necesaria a fin de preparar la incisión para Silvia tan rápido como sea posible.
Morty debe de haber pensado que me había vuelto completamente loco.
-¿Te oí bien? Acabas de decirme que no tiene esperanzas y enseguida quieres que aceleremos todo el proceso. Como sabes, los chicos ya están trabajando al máximo. ¿Te importaría decirme por qué nos pides esto?
-Porque -reaccioné con furia- tal vez ocurra un milagro.
LE HABÍA DADO A SILVIA órdenes estrictas de dormir una siesta cuando llegara a casa, ya que las actividades de la mañana seguramente la afectarían.
De modo que en las horas que siguieron, me senté en mi consultorio, tratando de prepararme para responder a las preguntas inevitables que surgirían acerca del estudio. Le ocultaría la verdad, por supuesto, pero entonces recordé que nunca había sido muy bueno para decir mentiras. Sólo confiaba en que el hecho de que íbamos a continuar con el tratamiento diera cierta credibilidad a lo que yo dijera.
Por fin la llamé y ella me instó a ir a su casa. Luego, explicó en tono de broma:
-Tengo una sorpresa especial para ti.
Diez minutos después me encontraba frente a su puerta.
Me tomó de la mano cuando entré en el departamento y me condujo con firmeza a la terraza, donde habían preparado un té muy elaborado.
-Siéntate, Matthew. No vas a creer lo que el destino nos trajo -no me resultó fácil mantener la ecuanimidad, en especial porque ahora tenía plena conciencia de su verdadera fragilidad.
-Jamás adivinarás qué se presenta hoy por la noche en el Teatro Metropolitano de la ópera.
-No lo sé -bromeé-. ¿Los tres tenores?
-No, Matthew, hablo en serio. ¿Cuál era “nuestra” ópera? La Traviata, por supuesto. Y esta noche Gheorghiu y Alagna van a cantar. Como sabes, ellos son amantes en la vida real.
- Supongo que también tienes un palco ahí.
Ella rió.
-Da la casualidad que sí. Como mi médico, ¿me permitirías ir? ¿Y quieres acompañarme?
-Sí a ambas preguntas -respondí, regocijándome en mi interior de que todavía hubiera algo que la hiciera sentir feliz.
-¿Cuándo regresa Nico? -pregunté.
-Mañana por la mañana -repuso sin entusiasmo-. Llamó cuando acababa de llegar del hospital.
-Parece un esposo muy atento.
-Sí -fue la respuesta imprecisa-. Estoy convencida de que me ama profundamente.
-¿Y tus hijos? Sé que tienes dos chicos. Quiero decir, sus vidas son demasiado públicas. ¿A qué escuela asisten?
-Estudian en Eton, en Inglaterra. Espero que algún día los conozcas. Son tan diferentes como el agua y el aceite. El mayor, Gian Battista, es el vivo retrato de su padre y no hay un solo deporte en el que no sobresalga. En cuanto a mi pequeño Daniele, es tímido e intelectual. ¿Cuántos hijos tienes?
-Mi esposa tiene dos hijas de su primer matrimonio; a ambas las quiero mucho.
-Me imagino que debes ser un padre maravilloso. ¿Cómo es ella, tu esposa?
No supe por dónde comenzar o si en verdad quería hacerlo. Simplemente respondí:
-Es violonchelista.
-¡Ah! -comentó Silvia-. Los dos deben de tocar duetos.
De pronto sentí que invadía mi intimidad y no quise responder nada. Sabía que lo mejor era contestar simplemente que sí y cambiar de tema. Entonces ella se disculpó para ir a cambiarse de vestido para la noche.
-Debes de tener llamadas que hacer. Tus otros pacientes y el laboratorio...
-Sí -reaccioné con el profesionalismo apropiado-. Voy a verificar cómo van las cosas en el laboratorio -cuando me quedé a solas, marqué un solo número.
-¿Sí?
-Hola, Evie.
-¿Dónde estás? No has contestado a ninguno de los mensajes que te envié por radio.
La verdad era que lo había apagado a propósito para apartarme de todo lo que no fuera Silvia.
-Lo siento. Lo olvidé. Escucha, respecto a esta noche...
-¿No te acuerdas de que hoy es martes, Matt? -protestó ella-. Tengo que impartir una clase magistral. No regresaré a casa antes de las diez y media. De todos modos, tengo que apresurarme para ir por Debbie. ¿Se te ofrece algo en especial?
-No, sólo quería oír tu voz.
-Vaya, pues la oyes decir adiós. Nos vemos.
Silvia reapareció pronto. Se veía muy elegante.
-Definitivamente, me parece que va a ser una repetición de lo ocurrido en París -reconocí-. Una vez más, no me encuentro vestido de manera apropiada para la ocasión.
-No seas tonto. Vamos. Llegaremos tarde.
Bajamos. El automóvil aguardaba y en seguida nos dirigimos al Lincoln Center. Sólo entonces cobré conciencia del riesgo que estaba a punto de correr. El Teatro de la Ópera se encontraba a menos de cien metros de Juilliard. Si había algún lugar en toda la ciudad en el que las probabilidades de toparme con Evie fueran mayores, era ahí precisamente.
Y como si el destino lo hubiera dispuesto, al detenernos en un semáforo en Broadway, miré por la ventana y la vi en la esquina de la Sixty-fifth Strect, con su violonchelo a cuestas.
-¡Maldición! -susurré en voz muy queda.
Silvia comprendió de inmediato lo que ocurría.
-No te preocupes, Matthew. No se ve desde afuera a través de estas ventanas -entonces se volvió, miró de nuevo y comentó-. El violonchelo es casi tan grande como ella. ¡Oh!, pero si también es muy atractiva.
No dije nada al tiempo que no quitaba los ojos del rostro de Evie. Siempre había pensado que la exquisita Silvia eclipsaba a mi esposa, cuya verdadera belleza era interior. Sin embargo, irónicamente, esa noche Evie se veía más encantadora que nunca. Quizá era el aura de tristeza en los ojos claros, color avellana. Sentí la fuerte compulsión de bajar del automóvil y abrazarla. “¡Oh!, Evie, lamento mucho haberte lastimado”.
AMANTES DE LA VIDA REAL interpretando a amantes operísticos.
Fue quizá la más memorable representación de La Traviata que jamás se hubiera presentado; sin embargo, la ópera había perdido su magia para mí. Ya no me conmovía nada el enamoramiento de Alfredo ni creía en el sacrificio de Violetta. Me quedé sentado, impasible, hasta que Violetta cantó el aria final. Entonces, la parte que nos había hecho llorar en París hacía tanto tiempo adquirió otra dimensión personal. “¡Oh, Señor!, morir tan joven... tan cerca de encontrar la felicidad”.
Miré a Silvia y noté que no lloraba. Por el contrario, el rostro mostraba una extraña expresión serena y tranquila. Me tomó de la mano y susurró:
-Yo también he estado cerca de la felicidad.
Media hora después, nos encontrábamos frente a su casa.
-Fue una velada realmente maravillosa, Matt. ¿Quieres subir a tomar una copa?
-No, Silvia, no puedo.
-Por favor. Nico no está. Es el día libre de mi enfermera. No soporto la idea de quedarme sola.
Sabiendo lo que entonces sabía, no fui capaz de negarme.
-De acuerdo. Sólo un minuto.
En el departamento, se hizo patente que no se trataba de un capricho súbito de su parte. Una elegante cena para dos nos aguardaba en el comedor. La sirvienta vertió de inmediato la champaña, que bebí quizá demasiado rápido.
Mientras cenábamos, noté que Silvia apenas probó bocado. Luego, se inclinó hacia mí y expresó con emoción:
-Matthew, hay algo que quiero que sepas. Sin importar lo que suceda, voy a dejar a Nico. He llegado a comprender que la vida es demasiado preciosa para desperdiciarla en fantasías vanas. Y si me aceptas, quiero estar contigo.
“Por favor, Silvia, no continúes”, supliqué en silencio. Traté de escapar de la manera más gentil que pude y dije de un modo terminante, aunque suave:
-Lo siento. Es muy tarde para ambos. No puedes hacer que dieciocho años de matrimonio desaparezcan así nada más y yo tengo a alguien en mi vida que es muy valiosa para mí.
-Matthew, ¿acaso ya no significo nada para ti?
-Silvia, eres y siempre serás un recuerdo hermoso -me puse de pie-. En verdad, ya tengo que irme.
-No, por favor, no -los ojos de Silvia se llenaron de lágrimas.
De manera insensata me detuve y ella se acercó.
-No puedes negarme esto -me echó los brazos al cuello y me atrajo hacia ella.
En ese preciso momento, la puerta se abrió y Nico entró.
Por un momento, todos nos quedamos paralizados.
-Buenas noches -saludó él, a las claras tratando de reprimir la rabia-. Siento que mi llegada prematura los interrumpa -y entonces agregó, en tono por demás significativo-: Adiós, doctor,
-No -protestó Silvia, enojada.
Nico se volvió y la dominó.
-Sí.
-Ya me iba de todos modos -repliqué-. Buenas noches.
Todavía conmocionado, llamé al ascensor. Una fracción de segundo después, desde adentro del departamento, escuché la voz de Silvia que gritaba:
-Nico, no me entiendes -y luego un repentino golpe sordo, como cuando algo se cae.
De pronto, la puerta de la entrada se abrió y Nico, con el rostro demudado, me gritó:
-Doctor, venga enseguida.
Corrí de regreso al interior del departamento. Silvia yacía en el piso, inmóvil. De inmediato comprendí lo que había ocurrido. Me agaché para examinarla y le ordené a Nico:
-¡Llame a una ambulancia!
Mientras lo oía hablar por teléfono pidiendo ayuda médica con desesperación, miré a Silvia y vi por primera vez un rostro que no sólo era hermoso, sino que por fin estaba en paz.
Siempre la recordaré de ese modo.
VEINTE MINUTOS más tarde llegamos al hospital. Mort Shulman aguardaba en la entrada de urgencias. De inmediato trasladaron a Silvia a terapia intensiva; sin embargo, no se permite pasar a los parientes más cercanos, aun si se trata de Nico Rinaldi, hasta que la paciente es conectada a las máquinas que mantienen de manera artificial la vida. Yo pude haber entrado, pero en vez de ello decidí esperar con él. Me miró, confundido.
-¿No debería estar adentro?
-Ella es ahora paciente del doctor Shulman.
-¿Desde cuándo?
-Desde esta mañana. Voy a quedarme aquí a acompañarlo.
Más que otra cosa, eso lo descontroló.
-¿Qué demonios ocurrió?
-Lo más probable es que haya sido una hemorragia. Siempre existió esa posibilidad y también temo que el tumor haya crecido demasiado desde la última tomografía.
Súbitamente guardó silencio. El rostro de Nico dejó ver una expresión de inmensa tristeza.
-Lo siento, Nico. Sé que será muy duro para usted oír esto, pero sería piadoso si ella no despertara.
Se cubrió el rostro con una mano, movió la cabeza y empezó a gemir de manera entrecortada.
-Se equivoca, se equivoca. Ella tiene que vivir.
Dejó de hablar. Era evidente que se esforzaba por no perder el control. Traté de reconfortarlo.
-Nico, si sirve de consuelo, no había nada que usted ni nadie hubiera podido hacer para cambiar el resultado.
-No -protestó él-. Es mi culpa. Debí haberla traído con usted antes, pero la mantuve alejada porque... creo que es muy difícil de explicar. La amaba demasiado. La amé desde que era sólo una niña.
Sentí mucha lástima por él.
De pronto, me miró.
-Soy dieciséis años mayor que ella, Matthew. Debí haber sido el primero en morir. Eso era lo más natural, ¿no es verdad?
Se quedó inmóvil. Entonces llegó una enfermera para preguntar si queríamos que nos trajera algo. Él la alejó con un ademán.
Pedí dos tazas de café.
Tomé a Nico del brazo y lo conduje hacia una hilera de sillas de plástico. De pronto, se había vuelto dócil e incluso parecía haberse empequeñecido. Lo senté. Empezó a llorar en silencio. Permanecimos sin hablar un largo rato. Entonces, cuando menos lo esperaba, se volvió hacia mí y dijo sin rencor:
-En verdad, usted no llegó a conocerla. En el fondo era una niña, una niña asustada. ¿Cómo podría haber sido diferente después de lo que le ocurrió a su madre?
Escuché, al tiempo que me preguntaba a dónde quería llegar.
-Cuando los atacaron en África, cuando le dispararon, ella estaba aterrorizada.
¿Qué se proponía?
-Ella me suplicó que la protegiera, que me casara con ella de inmediato.
¿Qué sentido tenía hablar de todo aquello en ese momento? ¿Qué importaba? Simplemente lo dejé hablar. Era algo que él quería que supiera, así que escuché.
-Siempre supe que era una criatura movida por el interés personal. Para su forma de pensar, en este momento usted es el más fuerte, el que tiene en las manos la posibilidad de otorgar vida. La preocupación principal de mi esposa siempre fue su sobrevivencia. Eso fue lo que la acercó a mí hace veinte años y ahora a usted en el presente.
Lo miré un momento y luego expresé con suavidad:
-Nico, ¿qué objeto tiene que me entere de todo esto? ¿Cómo cambia eso las cosas?
-Porque es importante para mí que usted entienda. Ella fue mía en la vida y es mía en la muerte.
En ese momento, Mort Shulman apareció. Era evidente que se sentía muy incómodo.
-Disculpe usted, señor Rinaldi -dijo con voz apenas perceptible-, lo siento...
Nico agachó la cabeza y se persignó.
-¿Puedo verla?
-Sí, por supuesto.
Mort Shulman lo tomó del brazo y empezó a conducirlo a la habitación. Entonces, de repente, el esposo afligido se detuvo y se volvió hacia mí.
-Ella era extraordinaria, ¿verdad? -sin esperar mi respuesta, se volvió de nuevo y se alejó.
-Sí, Nico. En realidad lo era.
Epílogo
Empezaba a llover. Me subí el cuello y permití que la lluvia me calara hasta los huesos.
Me dirigí hacia el Río del Este y empecé a caminar sin rumbo. Trotadores esforzados pasaron junto a mí en ambas direcciones, saboreando su masoquismo. Me dolía el alma.
Después de casi dos horas, poco a poco se me ocurrió que, por primera vez en casi veinte años, era libre, completamente libre. Los fantasmas que me acosaban habían desaparecido. De repente advertí que mi radio para recibir mensajes estaba sonando. Busqué en el bolsillo y lo saqué. La pantalla mostraba un mensaje: su ESPOSA LO ESPERA.
POR FIN, MOJADO y temblando, introduje la llave en la cerradura de nuestra puerta principal. Entré y oí las notas de la Sonata en fa mayor de Brahms. Era mi esposa, abrazando su violonchelo, completamente absorta en la música, mientras miraba ausente por la ventana, de espaldas a mí. Como de costumbre, su acompañamiento de piano se oía por las bocinas. La concentración de Evie era tan intensa que no notó mi presencia. Fue sólo cuando apagué el aparato de alta fidelidad que ella se dio cuenta de que estaba ahí. Alzó la mirada. Antes de que pudiera hablar, me llevé el dedo a los labios para acallarla.
Me observó sin decir palabra mientras me dirigía a la repisa y buscaba el ejemplar de la partitura para piano de la obra de Johannes Brahms.
Me senté, al teclado, encendí la luz y empecé a dar vuelta a las páginas hasta que encontré el punto al que ella había llegado. Entonces me volví hacia Evie y pregunté en voz baja:
¿Qué te parece si continuamos desde el compás número uno nueve cuatro?
Asintió, incrédula.
Despacio, de modo tentativo, empecé a tocar con ella.
No fue fácil, pero, sin importar mi torpeza, estaba tocando. Nos unimos y transmitimos recíprocamente nuestros sentimientos en el lenguaje de Brahms. Como si fuera un milagro, y sin embargo, al mismo tiempo, como el más natural de los actos, nos volvimos a unir a través de la música. A medida que tocábamos, traté de comprender que me había permitido de pronto escapar de la prisión de mi mudez. Que me había permitido volver a hablar. Que me había permitido cantar.
-Evie... -traté de decir.
Me interrumpió.
-Toquemos el segundo movimiento.
Empezó el pizzicato lento y luego continuó con notas largas que parecían llorar, sobre las cuales mi parte al piano vibró, abrazando su melodía. Por unos cuantos momentos, los únicos sonidos en el mundo entero fueron las armonías de nuestra relación.
-Siempre te he amado, Evie -dije en voz queda-. Quiero decir, siempre. Desde el primer momento en que nos conocimos en la escuela. Era demasiado tímido para expresarlo con palabras. En ocasiones, traté de decírtelo cuando tocábamos.
-Sí, lo sé -repuso, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas-. Si sólo hubieras escuchado mi respuesta, jamás me habrías dejado ir.
-¿Acaso importa eso ahora? -pregunté.
-No, Matt -susurró ella-. Estamos juntos y eso es todo lo que importa.
El siguiente movimiento fue un allegro passionato.