El VIH/SIDA afecta cada vez a más mujeres. Este
artículo busca evidenciar los aspectos sociales y
culturales que las hacen vulnerables en esta epidemia,
así como hacer visible el problema, los obstáculos y
retos a los que se enfrentan cuando buscan dar respuestas
y soluciones a los mismos. El trabajo presenta, en
primer lugar, algunas estadísticas actuales de la distribución
del VIH/SIDA en el mundo, en particular en
México, destacando la situación de las mujeres; en segundo
lugar, una revisión sintética de la evolución
conceptual seguida durante el transcurso de la epidemia;
en tercer lugar, se describe la vulnerabilidad propia
de las mujeres y se la analiza desde una perspectiva
de género, haciendo especial referencia a la sexualidad
como espacio donde se construyen tanto el riesgo
como las estrategias de prevención; se incluye, asimismo,
una breve discusión sobre las categorías de género,
poder, empoderamiento y visibilidad social para
luego mencionar los principales obstáculos políticos y
culturales que impiden que el problema del VIH/SIDA
en las mujeres sea adecuadamente visible; finalmente,
se pasa revista a las principales acciones y respuestas
intentadas frente a este problema, tanto las generadas
por los gobiernos como las que proceden de la sociedad
civil organizada y los movimientos sociales, señalando
los principales logros, carencias, necesidades y
retos. Cierra el trabajo una sección de conclusiones
y recomendaciones, con las que esperamos contribuir
a una mayor conciencia y mejores respuestas al problema
de las mujeres frente al VIH/SIDA.
I. Situación actual
El VIH/SIDA en las mujeres, en el mundo y en México
Como es de amplio conocimiento, el SIDA es una enfermedad
infecciosa producida por el virus de la inmunodeficiencia
humana (VIH), que se puede transmitir
por vía sexual, por transfusión sanguínea y de la madre
al hijo,* ya sea durante el embarazo, el parto o la
lactancia materna. A partir del momento en que el virus
entra al cuerpo de la persona infectada pueden
pasar de dos semanas a tres meses antes de que aparezcan
anticuerpos en su sangre. En promedio, la enfermedad
tiene un periodo de incubación de 10 años,
lo que implica que una persona puede transmitir el
virus sin saber que está infectada.
Hasta la fecha se registran más de 24 millones de
muertos por SIDA en el mundo. Según datos de diciembre
de 2001, a escala global existen 40 millones de
personas viviendo con el VIH, de los cuales 37.1 millones
son adultos, y de éstos, 18.5, es decir, cerca de la
mitad, son mujeres. Durante el año 2001 se infectaron
4.2 millones de adultos, de los cuales casi la mitad fueron
mujeres. Estos datos demuestran que, en el ámbito
mundial, la brecha inicial que existía entre hombres
y mujeres infectados se está reduciendo de manera
acelerada y en algunas partes del mundo, incluso, las
mujeres infectadas han superado a los hombres.1 Las
distintas regiones del mundo contribuyen en diferente
proporción a estos totales. En Africa sub-sahariana,
por ejemplo, 55% de las personas que viven con el VIH
son mujeres, comparadas con 25% en América Latina,
35% en El Caribe y 20% en Europa y Estados Unidos
de América (EUA). Las estadísticas comienzan a registrar
un nuevo dato preocupante: los niños huérfanos
por el SIDA, a la fecha ascienden a 14 millones en
todo el mundo.
De todas las personas que viven con el VIH/SIDA
en el mundo, 95% están en países en desarrollo, lo que
permitió clasificar al VIH/SIDA como una “enfermedad
de la pobreza”. Actualmente la epidemia se concentra
en las áreas marginales de las grandes ciudades
de los países en desarrollo y, de manera creciente, en
zonas rurales.
Se ha dicho que el SIDA no es una epidemia sino
varias, y muestra diferentes patrones según el contexto
geográfico y social en donde aparece. Actualmente, se
habla de tres patrones básicos de transmisión. El patrón
1, que predomina en Europa y EUA, se caracteriza
por tener como primera vía de transmisión las
relaciones homo y bisexuales, y en segundo lugar al
uso intravenoso de drogas; el patrón 2, característico
de Africa, tiene como primera vía las relaciones heterosexuales,
y como segunda, las transfusiones sanguíneas
en condiciones inadecuadas; el patrón 3, patrón
intermedio, tiene como primera vía las relaciones homo
y bisexuales, y como segunda las transfusiones sanguíneas.
2,3 Este último es el que predomina en México,
si bien gracias a las políticas de control de la sangre
implantadas tempranamente, la vía por transfusión
sanguínea casi ha desaparecido.
Aun cuando en México la epidemia se concentra
en hombres que tienen sexo con hombres (HSH), existen
algunas diferencias regionales: mientras que en los
estados del norte del país crece la transmisión vinculada
al uso de drogas, en especial en las zonas de fron-
tera, en los estados del sur, y en particular en las zonas
rurales, se incrementa la transmisión heterosexual/bisexual
del VIH y aumenta la infección en mujeres y la
transmisión perinatal. Las estadísticas actuales muestran
que en México alrededor de 15% de las personas
infectadas son mujeres y, si bien existe polémica al respecto,
se sospecha que este número se incrementa, tal
como reportan las personas que trabajan con la comunidad
en muchos estados del país, particularmente
en las zonas de frontera y rurales. En la frontera sur
y en estados pobres (Chiapas, Tlaxcala, Hidalgo y Puebla),
hay tres hombres por cada mujer infectada, lo que
se aleja de la proporción nacional: seis hombres por
una mujer.4
Evolución conceptual sobre la epidemia
Desde que apareció el VIH/SIDA hubo una evolución
conceptual en la forma de caracterizar a la epidemia: de
la idea de “grupos de riesgo” se pasó a la de “prácticas
de riesgo”, luego a la de “situaciones y contextos de
riesgo”, y finalmente a la de “condiciones sociales del
riesgo”, lo que dio lugar al concepto de vulnerabilidad.
Aparecida la epidemia se hicieron intervenciones
ineficaces y excluyentes con los llamados “grupos de
riesgo”, recomendando la abstinencia y el aislamiento
como formas de prevención. Sin embargo, cuando
se conoció más acerca del virus, la idea de “grupos de
riesgo” dio paso a la de “comportamiento de riesgo”.
Esta idea, si bien trató de quitar el estigma a esos grupos,
promoviendo la participación de todos, tendió a
culpabilizar a los individuos por los fracasos en la prevención.
El modelo de cambio de comportamientos
basado sólo en ofrecer información, fue criticado al
señalar que dichos comportamientos están fuertemente
determinados por desigualdades sociales como las de
género, etnia, edad, preferencia sexual o clase social.
La noción de vulnerabilidad, que proviene del área
de los derechos humanos,5 originalmente designaba a
grupos o individuos fragilizados jurídica o políticamente
en la promoción, protección o garantía de sus
derechos de ciudadanía. Ahora bien, aplicada al campo
del SIDA, amplía el horizonte de los estudios, acciones
y políticas dirigidos a controlar la epidemia, ya
que supera la noción de riesgo individual (traducido
en acciones dirigidas a “grupos de riesgo” y “comportamientos
de riesgo”) para acceder a una nueva comprensión
de la vulnerabilidad social.
La distinción es importante, ya que “mientras el
riesgo apunta hacia una probabilidad y evoca una conducta
individual, la vulnerabilidad es un indicador de
inequidad y desigualdad social y exige respuestas en
el ámbito de la estructura social y política”.6 De esta
manera, la noción de vulnerabilidad, con sus distintas
facetas, permite comprender por qué es más adecuado
hablar de “vidas que transcurren en el riesgo, que de
prácticas de riesgo”.7 Al entender las diferencias entre
riesgo y vulnerabilidad, podemos ver que esta última
determina los riesgos diferenciales y sobre ella debe
actuarse.6 Las condiciones estructurales de desigualdad
social en las que viven las mujeres son el principal
factor de su vulnerabilidad.
II. La vulnerabilidad de las mujeres ante
el VIH
Existen vulnerabilidades diferenciadas para hombres
y mujeres, muchas de las cuales son consecuencia del
proceso por el cual la sociedad dicta diferentes pautas
de comportamiento a cada uno de los géneros, como
se verá más adelante. Aquí, sin embargo, hablaremos
específicamente de aquellas vulnerabilidades que afectan
a las mujeres, ya que consideramos importante,
además de hacer visible su especificidad, poder identificar
algunas de las determinantes de estas vulnerabilidades,
asociadas al hecho de pertenecer al sexo y al
género femeninos. La vulnerabilidad de las mujeres
tiene múltiples rostros: biológico, epidemiológico, social
y cultural.
Para el caso de la vulnerabilidad biológica se ha
comprobado que en las relaciones heterosexuales
la mujer es de 2 a 4 veces más vulnerable a la infección
por el VIH que el hombre, porque la zona de exposición
al virus durante la relación sexual es de mayor
superficie en la mujer, porque la carga viral es mayor
en el semen que en los fluidos vaginales, y porque
las infecciones de transmisión sexual (ITS) (co-factores
de infección por el VIH) son más frecuentemente
asintomáticas y no tratadas en la mujer que en el
hombre,8 lo que debilita la mucosa vaginal permitiendo
la entrada del virus, más aún en las adolescentes,
cuyo aparato genital todavía está inmaduro.
Epidemiológicamente los patrones de formación
de pareja vigentes en la gran mayoría de las sociedades
llevan a que mujeres más jóvenes mantengan relaciones
sexuales y establezcan pareja con hombres de
mayor edad, lo que hace que dichas mujeres estén en
un riesgo mayor de infectarse por el VIH y demás ITS,
debido a que practican sexo desprotegido con hombres
de una franja de edad en la que son más elevados
los niveles de prevalencia del VIH e ITS. Por otro lado,
las mujeres suelen necesitar más transfusiones sanguíneas
que los hombres.9
En cuanto a la vulnerabilidad social, las mujeres
del tercer mundo siguen teniendo menor acceso a la
educación y al trabajo asalariado, lo que las vuelve más
dependientes de los hombres y con escasas posibilidades
de acceder a información y a servicios adecuados
de salud. Es importante notar que la cuestión
central aquí es que “los dos géneros son tratados desigualmente
en términos políticos, culturales y socioeconómicos,
lo que puede observarse tanto en el ámbito
de las parejas y familias, como de la sociedad o de las
culturas nacionales o supranacionales”.10
Se ha definido al género como la construcción social
de la diferencia entre los sexos,11 es decir, las expectativas
compartidas acerca del comportamiento
adecuado de hombres y mujeres en una determinada
sociedad, como se ejemplificará más adelante.
La vulnerabilidad de las mujeres por cuestiones
de género se refuerza cuando, además, se suman
otras desigualdades como la pobreza o la discriminación
por razones étnicas o de preferencias sexuales, es
decir, el VIH/SIDA afecta a las mujeres en tanto mujeres,
pero no las afecta a todas por igual. Si bien existe
una vulnerabilidad específica para las mujeres, aquellas
que están particularmente en riesgo son las trabajadoras
de la salud, las compañeras sexuales de
personas que tienen prácticas de riesgo, las parejas
sexuales de personas que viven con el VIH, las mujeres
expuestas a situaciones especiales de riesgo como
abuso sexual, violencia, transfusiones sanguíneas sin
precaución, y las mujeres indígenas/rurales, migrantes
o parejas de migrantes, las mujeres privadas de la
libertad o parejas de personas privadas de la libertad,
entre otras. Una gran proporción de mujeres pertenece
a uno o más de estos “grupos”, y tiene así “vulnerabilidades
acumuladas”. Un ejemplo de esta situación
es el de las mujeres migrantes, que además de la vulnerabilidad
específica de género –que las convierte
constantemente en víctimas de violencia y abuso y a
veces de infección por el VIH–, pierden al migrar sus
derechos de ciudadanía, sus redes sociales y sus recursos,
lo que muchas veces las obliga a practicar sexo
de supervivencia o a tolerar maltratos que, en una situación
de menor vulnerabilidad, no tolerarían.12 Género,
origen étnico, situación socioeconómica, status
de ciudadanía, entre otras formas de discriminación,
se combinan así para formar situaciones de vulnerabilidad
acumulada y, por lo tanto, extrema.
Género y sexualidad, dimensiones de riesgo
En nuestras sociedades, el género y la sexualidad están
culturalmente determinados, vale decir, son modos
de distinguir y jerarquizar a las personas que no
vienen dictados por la anatomía y fisiología de sus
cuerpos sino por representaciones, valores y discursos
socialmente construidos. Aunque analíticamente distinguibles,
el género y la sexualidad están estrechamente
vinculados entre sí, y no sólo representan formas
de clasificación, socialización diferenciada o división
sexual del trabajo, sino que son fundamentalmente relaciones
de poder.
El término poder, de manera general, alude a una
“fuerza ejercida por individuos o grupos”13 pero tiene
dos acepciones: poder como facultad o capacidad y
poder como dominio. En nuestra sociedad, tanto en la
concepción sociológica clásica como en el sentido común,
el poder es visto como lo segundo, es decir la
capacidad de ejercer dominio o control sobre personas
y cosas en el marco de una relación jerárquica de autoridad/
subordinación. Para Max Weber, la autoridad
es la “posibilidad de encontrar obediencia a un mandato
determinado contenido entre personas dadas”.14
En esta acepción, el poder sería “toda dominación duradera
del hombre sobre el hombre que se apoya sea en la
fuerza, sea en la legitimidad, lo que le permite hacerse
obedecer sin reparos”.15 Estas definiciones permiten ver
que el poder como fenómeno social duradero, nunca
se apoya exclusivamente en la fuerza sino que en general
incluye un elemento de legitimidad o consentimiento
por parte de los subordinados. En El Contrato
Social, Rousseau establece que “El más fuerte no es
nunca bastante fuerte para ser siempre el amo, si no
transforma su fuerza en derecho y la obediencia en
deber”.16 Las fuentes de la legitimidad pueden ser
diversas, una de las más importantes, como sugiere
Rousseau, es el carácter legal del orden establecido.
No obstante, la desigualdad de poder también se
apoya en mitos, en una visión del mundo armónica y
legítima, y se expresa en normativas que se viven cotidianamente
en instituciones sociales como la familia
y el parentesco, la escuela, las instituciones religiosas,
la legislación, etcétera, produciendo y reproduciendo
identidades y subjetividades individuales y colectivas.
Fue el filósofo francés Michel Foucault quien amplió
la comprensión sobre el fenómeno del poder, al establecer
una distinción entre el poder encarnado en estructuras
(el Estado, la Iglesia, etcétera) y el poder como
normas disciplinarias que operan a través de representaciones,
actitudes y discursos institucionales. Estos
discursos a su vez construyen sujetos, pero el poder
no se localiza en un lugar específico. El resultado
es “un cuadro donde el poder está disperso de forma
desigual a lo largo de la red social y cultural, configurando
campos de fuerza inestables”.17 El poder está
siempre presente, en todas partes y en estado fluido,
lo que permite observar que los subordinados siempre
ejercen algún tipo de poder, muchas veces en for-
ma de resistencia. Siguiendo los planteamientos de
Foucault, los “micromecanismos” del poder producen
críticas que –en caso de contar con organización política-
podrían convertirse en estrategias para resistir a
los propios mecanismos del poder. De esta manera el
poder es inherente a la sociedad y a las relaciones humanas.
Tal vez podamos decir que lo que es ética y
moralmente inaceptable es el abuso del poder. Los
abusos de poder no son unilaterales: todo individuo
puede encontrarse en posiciones de opresión y subordinación
en determinados momentos, pero algunas de
las estructuras de poder son más trascendentes y más
consistentes que otras.13 La de sexo-género es una de
ellas, y como todo sistema de clasificación y jerarquización
social, supone un conjunto de procesos a partir
de los cuales ciertas condiciones sociales (en este caso
basadas en una diferencia biológica) adquieren un carácter
opresivo, convirtiendo al orden simbólico en
subordinación. No obstante, en virtud del consentimiento
y la legitimidad que el poder suele implicar, la
mayor parte del tiempo la subordinación no es vivida
como tal por los sujetos dominados. Se trataría de un
poder múltiple, localizado en muy diferentes espacios
sociales, que puede revestirse de “los más nobles sentimientos
de afecto, ternura y amor”,18 o como señala
Bourdieu, las formas de dominación pueden ser sutiles
e incluso consentidas y aceptadas por los sujetos
dominados como algo que está en la naturaleza de las
cosas, constituyendo “una ‘violencia simbólica’ invisible
para sus propias víctimas, que se ejerce, en último
término, a través de las vías del sentimiento”.19
Los ideales sexuales establecidos para hombres y
mujeres forman parte del sistema simbólico que algunos
autores han llamado sistema de sexo-género.20,21
Estos sistemas consisten en “conjuntos de prácticas,
símbolos, normas, representaciones sociales y valores
que dan sentido a la satisfacción de los impulsos sexuales,
a la reproducción y al relacionamiento entre
las personas como seres sexuados”,18 constituyendo así
el objeto de estudio clave para comprender la subordinación
femenina –dominación masculina en una
determinada sociedad. En este sistema, como en muchos
otros de clasificación social, se establecen desigualdades
que colocan a unos en situación de dominar
y a otros de ser dominados. Tal es, por ejemplo, la asignación
de roles de género: las mujeres en la esfera de
lo doméstico y de la reproducción, los hombres en la
de la producción y de lo público. Pero la sexualidad
no es ajena a estos esquemas. Históricamente y por
diversos motivos, la dominación masculina implicó la
necesidad de controlar las capacidades reproductivas,
productivas y sexuales de las mujeres, siendo probablemente
las formas discursivas de control de estas
últimas las más resistentes a los cambios sociales y
culturales.
Así, el ideal sexual femenino tradicional, en la
mayor parte de las sociedades, espera ciertos comportamientos
y actitudes en las mujeres que a su vez
garanticen el control de la reproducción: virginidad
antes del matrimonio –muchas veces confundida con
la idea de inocencia y ésta con ignorancia de las cuestiones
sexuales–, pasividad, no reconocimiento o expresión
del deseo sexual, obligación de complacer a
la pareja más allá de su propio deseo o voluntad, fidelidad
sexual a la pareja y orientación a la procreación
como principal motivo para ejercer la sexualidad.
En contrapunto, el ideal de la masculinidad implica
que el hombre ante todo debe ser heterosexual, activo,
tener múltiples conquistas sexuales, no necesita saber
sobre sexo porque lo sabe todo, tiene un impulso incontrolable
que debe satisfacer de inmediato, debe ser
fuerte y arriesgado, e invulnerable.
Las características mencionadas como ideales,
tanto femenino como masculino, obstaculizan de
manera preocupante las posibilidades de una prevención
eficaz del VIH, ya que si bien estas normas no son
obedecidas al pie de la letra por todos los individuos,
sí determinan muchas de las prácticas sexuales de riesgo
en hombres y mujeres de amplios sectores, en la
medida en que dificultan un disfrute consciente y responsable
de la sexualidad, como ejemplificaremos más
adelante.
Los factores de la cultura de sexo-género que incrementan
la vulnerabilidad de las mujeres, pero
también la de los hombres, lo hacen a través de su influencia
directa o indirecta en las prácticas sexuales.
Por una parte las mujeres tienden a ignorar o bien aceptar
pasivamente las múltiples parejas del compañero,
que en más casos de los que se acepta son también otros
hombres. La llamada bisexualidad masculina, que
como se ha documentado es una práctica bastante común
en nuestra Región,22 algunas veces tiene como
contracara y causa indirecta a la homofobia, es decir,
el rechazo social a la homosexualidad, que puede llegar
a adquirir rasgos de violencia extrema. Este rechazo
obliga a algunos hombres –que de lo contrario asumirían
con mayor libertad sus preferencias sexuales– a
llevar una doble vida, teniendo en algunas ocasiones
prácticas homosexuales, al mismo tiempo que mantienen
una imagen social de heterosexuales y “padres
de familia”, incluso ante sí mismos. Más aún, en ciertos
contextos culturales, muchas veces se cree que el
tomar la parte “activa” en una relación entre hombres
no solamente deja intacta la identificación con la hete-
rosexualidad, sino que antes bien, refuerza la hipermasculinidad
(machismo). En determinados grupos de
la sociedad esta compleja configuración de la sexualidad
masculina constituida por prácticas bisexuales
no reconocidas, implica aún más riesgo: el no asumir
abiertamente esta preferencia sexual, hace que muchos
hombres asistan a lugares semiclandestinos donde
mantienen relaciones sexuales sin protección, comúnmente
precedidas por un fuerte consumo de alcohol o
drogas, como sustancias que liberan pero a la vez relajan
los cuidados. El reprimir este deseo hace que no se
vaya “preparado” a tener una relación sexual ocasional,
por ejemplo, llevando y usando condones, lo que
incrementa el riesgo de infectarse o de infectar a
otros(as).22 Una situación similar sucede con la valoración
social de la virginidad en la vida de las mujeres
solteras. Este requisito social hace que muchas jóvenes
no “anticipen” sus encuentros sexuales premaritales
y los tengan sin haber tomado medidas de
protección. Otro gran “malentendido compartido”,
producto también de la construcción social de la sexualidad,
es la idea de que sólo los jóvenes tienen relaciones
sexuales, lo que impide que muchas mujeres y
hombres mayores sexualmente activos, consideren la
conveniencia de hacerse la prueba del VIH o de usar
condones en sus encuentros sexuales.
Finalmente, la sexualidad femenina está muy fuertemente
marcada por las nociones del amor romántico,
no sólo en la juventud sino también en la madurez.
Con la idealización del enamoramiento muchas mujeres
legitiman sus deseos sexuales, y dan a la sexualidad
un significado afectivo y a veces “irracional”, que
en muchas ocasiones impide un ejercicio más libre y
responsable de la sexualidad. Al hablar de negociación
del uso del condón muchas veces se asume que las
mujeres, a diferencia de los hombres, siempre quieren
usarlo. Sin embargo, el ejercicio de la sexualidad basado
en la noción de amor romántico implica, para
muchas, un ideal de amor sin condiciones ni infidelidades
por lo que el condón es visto como señal de
pérdida de confianza en la pareja, haya o no fundamentos
para tenerla. Para otros la sexualidad implica
renuncia, sufrimiento y desigualdad como constitutivos
del lugar de lo femenino.23 Estos factores agravan
el problema de la falta de conciencia de riesgo en las
mujeres, en especial las monógamas que basan su ideal
de vida en el ideal de la pareja estable, la confianza y
la supuestamente mutua fidelidad. El resultado es la
imposibilidad de pensar en la necesidad de sexo más
seguro y menos aún de practicarlo. Apropiarse del propio
cuerpo y de sus deseos es fundamental para establecer
relaciones de mayor reciprocidad entre hombres
y mujeres, y para adoptar conductas preventivas.
III. Empoderamiento social vs. invisibilidad
de las mujeres
Como señalan algunas autoras feministas, el mito
del “poder femenino” en el sistema de dominación
masculina puede producir hostilidad, temor e inquietud
en quienes ejercen la dominación, en la medida en
que “se teme a quien se domina porque no se lo conoce,
ya que es privilegio del poderoso no tomarse la
molestia de conocer a quien está bajo su yugo, y la conducta
del dominado, en la medida en que pone en evidencia
que las razones por las que legitimó su poder
son falsas, despierta la hostilidad del dominador”.24
Este desconocimiento por parte del poderoso se relaciona
directamente con el concepto de invisibilidad
social. Metafóricamente se dice que ciertos grupos subordinados
o excluidos “no son visibles” o “no tienen
voz”, para evocar la incapacidad de quien ejerce el
poder de “verlos y oírlos”, es decir, reconocer su
existencia social, condiciones de vida, necesidades, derechos
o aportes a la sociedad y a la cultura. La invisibilidad
de ciertos grupos suele ser producto de la
“negación” de la existencia de algo incómodo, amenazante
o indeseado para el orden social. Supone la exclusión
o negación de existencia social o ciudadanía a
determinados grupos, que quedan así convertidos en
una “alteridad silenciosa” –o en todo caso hablada por
el discurso dominante–. El lenguaje dominante sirve
para invisibilizar. La definición de poder citada más
arriba (donde el poder se define como el “dominio del
hombre sobre el hombre”…), por ejemplo, impide diferenciar
el dominio del hombre sobre el hombre del
dominio del hombre sobre la mujer, invisibilizando a
esta última y a la misma relación de poder entre los
géneros.
Debido a su estrecha relación con el poder, un proceso
de visibilización supone adquirir la capacidad de
hablar en nombre propio, de hacerse notar y de salir
de lo privado para reclamar acceso a o representación
en el espacio público, la investigación, los sistemas
médicos y la toma de decisiones políticas. La visibilidad
de los grupos dominados por el sistema de sexo
género, en general ha sido posible en diferentes momentos
históricos gracias al análisis crítico del discurso
hegemónico (por ejemplo feministas, gays y
lesbianas) y a la acción política.17
Existen diferentes obstáculos para la visibilidad
de las mujeres ante el VIH/SIDA, tanto en México
como en la mayor parte de los países. A pesar de que
un número importante de los nuevos casos de VIH/
SIDA se ha presentado entre mujeres monógamas, sigue
existiendo el estereotipo de que el SIDA es una
enfermedad de hombres gays y de que, si acaso existe
algún riesgo para las mujeres, éste es tan sólo para las
trabajadoras sexuales y usuarias de drogas intravenosas.
Como ha sido ya muy discutido, al aparecer la
epidemia de SIDA, grupos estigmatizados de antemano
por tener una sexualidad considerada “anormal”
–homosexuales–, por no sujetarse a las normas tradicionales
del género femenino –trabajadoras sexuales–,
o bien por tener prácticas consideradas delictivas
–usuarios de drogas–, sirvieron de chivo expiatorio y
fueron rápidamente asociados con el riesgo, dejando
fuera de él, entre otros grupos, a la gran mayoría de
las mujeres. En consecuencia, muchas mujeres que están
en riesgo por su pareja, ignoran esta vulnerabilidad,
más aún cuando a través de la educación se les ha
enseñado que la familia es un espacio seguro y el riesgo
aparece solo al salir de ella.25,26 Esto se agrava con
una cultura sexual caracterizada por la doble moral
–que establece diferentes derechos y libertades para
hombres y mujeres– y la homofobia, que llevan a muchos
hombres, como ya se mencionó, a mantener una
doble vida sexual.
Otro gran obstáculo para la visibilidad de las mujeres
es la ausencia de voces que reivindiquen sus necesidades,
frente a una epidemia que cada vez las afecta
más: muchos grupos de activistas por los derechos y
la salud de las mujeres no han dado al tema del SIDA
un lugar prioritario en sus agendas políticas,27,28 y en
las organizaciones de lucha contra el SIDA en general
ha prevalecido la preocupación por otros grupos. Además,
nuestros sistemas políticos y un contexto de escasos
recursos obligan a que grupos que de otro modo
no tendrían motivos de enfrentamiento, disputen entre
sí por su visibilidad ante el sector público y por el
reconocimiento de que sus necesidades son más genuinas
y su vulnerabilidad mayor, lo que los haría
merecedores de la atención y los recursos. Un problema
adicional es que el VIH afectó más a aquellas
mujeres de grupos minoritarios o segmentos de clase
con menor acceso a la educación formal, en una época
en la que, para entrar a la consideración de la política,
las necesidades deben estar formuladas en el código
de la política –ser parte de la opinión pública, ser capaces
de transformarse en derechos o de trascender a
las personas biográficas para convertirse en “temas políticos”–.
29 Sin este código, las demandas no tienen
oportunidad de entrar al circuito político y volverse
visibles para el público y las políticas; y para que los
grupos “invisibles” ganen una audiencia –en particular
ante una crisis médico-política como el SIDA–, deben
tener un conocimiento especializado que no se
adquiere fácilmente de manera informal o sin la ayuda
de gente con cierto nivel de capacitación formal.30
La capacidad de hacerse “visibles” en el espacio
público, tal como la hemos esbozado, supone un proceso
de empoderamiento para las mujeres más vulnerables.
La noción de empoderamiento ha sido muy utilizada por
la psicología comunitaria norteamericana31,32 pero viene
del campo del feminismo. Mientras que la primera
vertiente enfatiza el control y dominio personal sobre
la vida y el entorno, y hace hincapié en las nociones
de control e influencia, algunas autoras feministas33-35
se refieren más bien a la transformación del individuo
y de la sociedad. A diferencia del anterior (que sería
un empoderamiento psicológico), esta versión incluye
las relaciones cercanas de las mujeres, una dimensión
colectiva, y enfatiza las nociones de autoestima y conciencia
–de las estructuras sociales que están fuera de
su control inmediato y de las opciones que se les presentan.
Como es fácil de imaginar, el proceso de empoderamiento
femenino es largo y complejo, y atañe
sólo a las propias afectadas (nadie puede “empoderar”
a las mujeres desde fuera, sino apoyarlas en este
proceso) y hace referencia a un proceso de restitución
de poder que les permita adueñarse de su propia vida
y tomar decisiones al respecto.7
En relación con el VIH/SIDA, Geeta Gupta* ha
identificado seis fuentes distintas de poder (en su acepción
de poder como capacidad, más que como dominio):
1. Información y educación, 2. Habilidades, 3.
Acceso a servicios y tecnologías de prevención, 4. Acceso
a recursos económicos, 5. Capital social y 6. Oportunidad
de tener voz en la toma de decisiones en todos
los niveles. El empoderamiento abarcaría entonces a
todas estas áreas al mismo tiempo. En última instancia,
señala esta autora, para revertir el desbalance de
poder entre hombres y mujeres se requiere de políticas
que se orienten a reducir la brecha de género en
educación, acceso a recursos económicos, participación
política y protección contra la violencia. Frente a
los modelos preventivos del VIH/SIDA que insisten
en promover cambios individuales de comportamiento
en las mujeres, el enfoque de género llama la
atención sobre la dificultad para lograr estos cambios
sin el necesario poder para hacerlo, como un recurso
básico para la acción. Si la noción de vulnerabilidad es
de carácter social, también el empoderamiento, como
su opuesto, debe concebirse desde un punto de vista
social. En otras palabras, debe significar un cambio en
las relaciones desiguales entre los géneros a escala social
y no reducirse al objetivo, por ejemplo, de que cada
mujer individualmente desarrolle la habilidad de exigir
el condón a su pareja.
Empoderamiento implica, entonces, trabajar para
cambiar las condiciones de vida que colocan a las mujeres
en riesgo de infección por el VIH. Esto requiere
de una estrategia de fortalecimiento de grupos, conformación
de redes y promoción y defensa pública,
donde el tema del VIH se incorpore a la agenda del
derecho a la salud sexual y reproductiva. Promover
el cambio social y trascender así la noción estrecha
de empoderamiento femenino, sin embargo, es difícil
de lograr en el corto plazo, y mientras ello no ocurra,
más mujeres se seguirán infectando. Urge entonces desarrollar
métodos de prevención controlados por las
mujeres o que no dependan totalmente de la buena
voluntad de sus parejas. Al mismo tiempo se debe sensibilizar
a los hombres, en especial los jóvenes, en
una nueva cultura de género, para desarrollar estrategias
eficaces de prevención. Algunas, como el uso del
condón con la pareja estable mediante mensajes no
rechazantes, o el acuerdo en la pareja para usar condón
en todas las relaciones sexuales extramaritales, son
alternativas que se han intentado en algunas poblaciones.
Sin embargo, los resultados son aun incipientes y
de acuerdo con ciertas posturas están lejos del ideal de
empoderamiento feminista, en la medida en que son
estrategias para que las mujeres se protejan cuando tienen
una pareja infiel o incluso violenta, en lugar de
alentarlas a salir de esas relaciones. A pesar de esto,
pueden ser estrategias de supervivencia útiles para
muchas mujeres que están en uniones estables valoradas
por ellas, pero en riesgo por la conducta de su
pareja.36
El ideal sigue siendo, como expresó Geeta Gupta
en la XIII Conferencia Mundial de SIDA realizada en
julio de 2000 en Sudáfrica, “liberar a hombres y mujeres
de normas de género destructivas y de dar poder a
las mujeres para cuidarse y participar en la toma de
decisiones, lo que no significa quitar el poder a los
hombres sino quitarles una falsa idea de poder que
incrementa la vulnerabilidad de ambos”.
IV. La respuesta social
La sociedad civil organizada: logros, insuficiencias y
necesidades
Es cada vez más evidente que las respuestas al VIH/
SIDA deben tener un alcance y un enfoque macrosocial.
La acción comunitaria y los movimientos sociales
organizados adquieren aquí un papel clave.37
Con esta preocupación el proyecto Grupo Latinoamericano
de Trabajo en Mujer y SIDA (Glams), comenzó
a trabajar en 1994 con el apoyo de la Fundación
McArthur en el Instituto Nacional de Salud Pública de
México, y cuyo objetivo ha sido el de favorecer la visibilidad
de la situación de las mujeres y de sus necesidades
desatendidas, ante sí mismas, la sociedad y el
espacio de las decisiones públicas, trabajando en contacto
y colaboración con redes y organizaciones (ONG)
de la Región latinoamericana y de México.38
Este contacto y el conocimiento de muchas experiencias
en la Región, nos permite constatar que el papel
que la organización civil ha jugado en la epidemia
del SIDA ha sido clave. En muchos casos, ha ofrecido
una respuesta solidaria, oportuna y apropiada a la
creciente demanda por parte de la sociedad ante la carencia
o insuficiencia de políticas al respecto. Particularmente
en el caso del VIH/SIDA, su trabajo de
información y capacitación a la población ha sido
de vital importancia.
Sin embargo, el fenómeno de la organización de
las propias mujeres alrededor del problema es relativamente
incipiente e insuficiente. La demanda creciente
de atención por parte de las mujeres ha obligado a
algunas organizaciones a asumir una serie de actividades
e iniciativas que muchas veces diferían de sus
objetivos centrales. Es frecuente, por tanto, que no
siempre cuenten con recursos y personal profesional
para dar una respuesta idónea al problema. De las iniciativas
que conocemos sobre el tema son relativamente
pocas las que están dedicadas específicamente
a las mujeres y, de éstas, son aún menos las dedicadas
exclusivamente a atender su problemática ante el VIH/
SIDA. Algunas lo han hecho como complemento de
otras actividades, que van desde la promoción del “desarrollo
comunitario” en general, hasta la atención a
grupos de personas que viven con el VIH, entre los
que comienzan a aparecer las mujeres con problemáticas
muy diferentes de las de los hombres afectados.
En muchos casos, por tanto, se carece de una perspectiva
de género que favorezca un mejor entendimiento
de la realidad de las mujeres. Por otro lado, llama la
atención el hecho de que muchas iniciativas continúen
entendiendo el problema desde el enfoque de los “grupos
de riesgo” y, por lo tanto, centren sus estrategias
esencialmente en conocer y controlar las prácticas de
grupos, como las trabajadoras sexuales. Muchos
también, mantienen una idea de empoderamiento sustentada
en el desarrollo de habilidades para la negociación
del uso del condón, donde el concepto de
negociación tiene supuestos cuestionables, como la
idea de que se regatea algo valioso en igualdad de condiciones,
o que existe comunicación verbal con la pareja.
El hecho de que sea el varón quien por lo general
tiene múltiples parejas y controla al mismo tiempo el
uso del condón, pone en duda esta idea de igualdad
en la negociación,26 y hace poco confiable esta estrategia.
Además, es necesario tener presente que en muchos
contextos latinoamericanos, especialmente en
zonas rurales, la valoración social de la maternidad
temprana y de la unión marital hace que muchas jóvenes
no deseen “negociar” ningún método anticonceptivo
y menos de prevención de ITS/VIH/SIDA, y que
en las relaciones sexuales –por lo general muy tempranas–
no intercambien valores equivalentes sino, por
ejemplo, su virginidad y dar placer sexual al compañero
a cambio de una promesa de unión, embarazo mediante.*
Otro supuesto que subyace en el enfoque de
la “negociación sexual” es que existe conciencia de riesgo
en las mujeres, lo cual, como hemos visto, en nuestra
Región no siempre existe. Debe mencionarse que
muy pocas iniciativas se ocupan de las “amas de casa”
–que a falta de una mejor designación, hace referencia
a mujeres en uniones monógamas y básicamente dedicadas
al hogar– o iniciativas que trabajen con la pareja
como tal.
Finalmente, a muchas de las organizaciones de
mujeres les falta información actualizada sobre la realidad,
carecen del tiempo y los recursos necesarios para
hacer evaluaciones de sus acciones y, por ambos motivos,
insisten en enfoques y estrategias que las desgastan
y no arrojan resultados más positivos.
La mayoría de las organizaciones representan esfuerzos
importantes, pero muchas veces locales y solitarios;
buena parte no están vinculadas y no involucran
en su trabajo cotidiano a tomadores de decisiones ni a
formuladores de políticas públicas.
La respuesta gubernamental: carencias y retos
La especificidad del VIH/SIDA en las mujeres está lejos
de ser un problema unánimemente reconocido, y
más aún de ser considerado una prioridad dentro de
las políticas de salud dirigidas a la atención y prevención
de la epidemia. Los gobiernos de la Región han
incorporado el tema de mujer y SIDA en su retórica,
pero en general no lo han traducido en programas concretos
dirigidos a las mujeres en tanto tales. A menudo
los programas de detección y atención temprana del
VIH en mujeres se dan a través de los servicios de
atención prenatal y obstétrica. Esto implica que la
mayoría de las mujeres infectadas no conocen su seroestatus
sino hasta cuando solicitan estos servicios
o al ya ser sus hijos positivos al VIH. Inclusive, sólo
comienzan a sospechar que están infectadas, cuando
su pareja enferma y muere de SIDA.
En la actualidad, apenas se ha tomado alguna iniciativa
enfocada a la transmisión perinatal o al trabajo
sexual, reforzando la idea de que la mujer es “transmisora”
del virus –ya sea a sus hijos o a sus clientes–, e
ignorando su vulnerabilidad y sus derechos. Esto es,
muchos de los programas que los gobiernos e instituciones
han desarrollado no están específicamente dirigidos
a las mujeres.
De acuerdo con ONUSIDA, las estrategias para
mejorar las condiciones de la mujer pasan por combatir
la falta de información, contar con servicios de
salud adecuados, métodos de prevención que dependan
de las mujeres, fortalecer programas de desarrollo
económico en las mujeres y de equidad de género, y
diseñar políticas que tiendan a disminuir la vulnerabilidad.
Conclusiones
La sexualidad y el SIDA requieren de una reflexión
desde la perspectiva de los derechos sexuales y reproductivos,
en el contexto de las relaciones de género
como relaciones de poder. Los modelos de prevención
que exhortan a las mujeres a practicar la monogamia o
a insistir en el uso del condón, colocan en ellas la responsabilidad
por prácticas y métodos que no controlan,
olvidando, al mismo tiempo, la situación real de la
mayoría de las mujeres que están en uniones estables.
El cómo abordar esta gran población de mujeres
que, en su mayoría, no están en riesgo por sus propios
comportamientos sino por prácticas riesgosas de sus
parejas, sin siquiera sospecharlo, sigue siendo un problema
no resuelto. Un estudio reciente en México* es
revelador al respecto, al constatar que la gran mayoría
de las mujeres que viven con el VIH en el país contrajeron
el virus a través de su único compañero estable.
El sexo protegido es visto como algo innecesario por
las mujeres que están en uniones monógamas, reforzando
las condiciones de vulnerabilidad que venimos
exponiendo.
El problema de las mujeres y el VIH/SIDA ha sido
percibido cada vez por más grupos y organizaciones,
sin embargo, como se ha ido mostrando a lo largo de
este trabajo, quedan todavía muchos vacíos, obstáculos
y retos por enfrentar, principalmente si se busca
dar soluciones desde una perspectiva de género y de
derechos humanos.
* Algunos grupos defensores de los derechos de las mujeres han
propuesto sustituir la noción de “transmisión de la madre al hijo”
por la de “transmisión de los padres al hijo”, para evitar que se
culpabilice a la mujer por la transmisión, y hacer visible el hecho
de que en la gran mayoría de los casos es la pareja estable de la
mujer quien ya la ha infectado.
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